jueves, 15 de septiembre de 2011

LOS PÍES DEL RÍO - POESÍA




                         LOS UROS[1]

El sol como un pájaro de fuego

asoma en la penumbra y al levantar el vuelo

se mira en los cristales pintando arboledas

villorrios y celajes

Pero en el carbón de la noche
cuando los ojos felinos son lunas diminutas
los Uros echan las redes en cardúmenes plateados
y en el lance cruento de escape y arremetida
los pescadores cumplen con la ley de la vida

¿Y las bogas sucumben por azar del destino?
sus muertes encarnan alivios cotidianos
en ese imperio bruno sin limbos ni paramentos
donde unas balsas esperan al viejo remero
que nunca regresa

¿Y en dónde los Uros sepultan a sus muertos?
En la cima violácea de oteros baldíos
conversan con ellos bajo el rostro del cielo
¿Y acaso no hay una huesa
que arde en el regazo incógnito del lago?

Oscuros presagios infunden las nubes
que se desmoronan de muros celestes
y en la fosa que deja la luz del relámpago
una cruz de angustia amortaja el silencio

Allá en lo original y transparente
donde el agua y el aire son una compañía
y el hombre se mira en el cáliz de su sombra
donde el silencio divide la senda conocida
y las luces meridianas de un mundo ignoto

Allá en lo natural y tangible
donde los ojos del balsero coronan su destino
y el llamado del lago como un vaticinio
cae sobre sus hombros para recordarle
el tiempo que debe a los años venideros




[1] Uros.- Pobladores de las islas flotantes del lago.


CÁLAMOS


Del sol y la nieve se plasmaron tus ojos
y del guijo fundido la arena que te envuelve
Del eje que sostiene la densidad de tu vuelo
el hálito encendido que remoza el continente

Los fúlgidos astros irradian con sus bornes
a solistas de cálamos y orfebres de quimeras
El Salvador del espacio cabalga por la niebla
hendiendo con su látigo el ánfora de las nubes

La lluvia besa la frente arrugada del ande
y aclara en la senda la imagen de los pasos
Los náuticos atisban a nereidas desnudas
que ofrendan sus danzas al vesubio del sol 



ESPEJO DE AGUA                

Cielo vertido en la cuenca ventral de la tierra.

Desde eras olvidadas y lozanas primaveras
te fundes en los días como un ojo de filtro
diseminado en la espuma
y la bruma del tiempo.

Santuario de piedra forjado en el empíreo
de las islas suspendidas;
¿Qué manos tallaron la solidez del granito
bruñido en la litografía?
¿Qué manos deshilan los tejidos subterráneos
de blanquecinas cabelleras?

Habitan tus olimpos los reyes de la alborada
y brindas tus paraguas a los dioses de la tormenta.
Recibes apacible las lluvias estelares
y un pozo de nostalgia inunda la aleta
en la vorágine del balsero.

Vives siempre alerto como un puma iracundo
errante en la noche bajo las redes del invierno.
Felino insomne de pelaje acuoso
y retina de viento;
¡Cómo rugen tus caninos en los grilletes
que arrastran los pies de los alcores¡
¡Cómo trotas en las mallas
que te extiende la luna
en la estepa azul de las estaciones!

Eres el origen
del canto salvaje escrito en la hierba,
del aire que respiran taciturnos habitantes
forjados en la arcilla
caldeada por la nieve.

Eres el origen
del lenguaje grabado en la flor de la piedra,
de la gracia que los niños despiertan en balsas
bajo estrellas que titilan
en peces voladores.

Eres el origen
del pecho abrumado en la blanca marea,
de los ojos que sostienen la claridad del cielo.
buscando el vellocino
perdido en tu inmensidad.


UN RÍO EN LA BAHÍA                

                                
En la lengua azulada de la bahía de Puno
serpentea silencioso el apacible río Wuily[1]

Un arco iris centellea en el mapa de su cauce
como una cobra extendida
de pausados movimientos

Río de extraño origen sin bridas y sin murallas
relator ameno de fábulas y romanzas
embajador de la tierra
aliado de pescadores

Los Uros horadan su tránsito sereno
para anclar en la orilla de unos ojos
que esperan tostados en arrecifes

Las hojas de las riberas se van
con la corriente como palabras olvidadas
de sueños inolvidables
y en el brillo de sus espejos
los ánades se peinan para ir al cortejo

Pero en la cárdena bahía repta la lenteja
fétido embozo verde/ sepulcro del humanto[2]
donde los párpados de las aves
rondan como anillos opacos y vacíos
y la tarde hialina que emerge del lago
se asfixia en la ciudad


[1] Río Wuily.- Río dentro del lago que cruza la Bahía de Puno.
[2] Humanto.- Pez del Titikaka en estado de extinción.

   
                 EL LAGO Y EL HOMBRE  
         

Antes que el hombre artigue la soledad de tu llanura

sólo envolvía tu regazo el sudario del hemisferio

cuando tu pureza cantaba en el timbal de las piedras

y las fauces de los peces no conocían los anzuelos


Sol y agua/ tierra y canto/ era tu clara desnudez
   
Después arribó el hombre al río de los siglos
después se sintió frío/ desolación y hastío
cuando los cóndores volaron en el tinte
de los mantos y los camélidos remontaron
la ruta de los astros

He aquí la vida en el espacio y en la tierra

La flauta solloza en el tímpano de la tarde
y la voz de la locomotora exilia a las vizcachas
Se burilan felinos en la dureza del cuarzo
y en los mástiles se alejan las gaviotas
de los sueños por la isla de la Luna

¡Qué ojos no celebran la brisa de tu mirada!
esa luz argentada que siembra nelumbios
y enciende una estrella en rostros apagados
¡Qué mozos no juegan con bellotas de ventisca
modelando a guerreros que desploma el sol

Filigranas de balsas surcan nubes errantes
donde vuelan ensueños como azules mariposas
que se elevan o naufragan en su búsqueda secreta
donde se hunden las redes en flujos incesantes
y las aves se disecan en verandas de viento

                          
                     NÁYADES


En la gema de los siglos abdicaron dinastías
se tallaron sus nombres en osarios olvidados
y en la cuna tornasolada de tu cerámica antigua
se renuevan las tintas con sangres diferentes

Pero adentro en el crisol de la ciénaga
el matiz del calicanto y el idioma del anfibio
la maraña del musgo y la brújula del bagre
aún viven intactos en su acuario insondable

¡Oh templo misterioso fortaleza de anuros!
¿Qué talismán abre la puerta de tus pedernales?

En noches de plenilunio una ciudad mirífica
se yergue en tu reserva donde sílfides hermosas
atraen con su hechizo a noctámbulos bohemios
que se pierden fascinados en la tumba del lago

                             EL RÍO
 

Baja el río sediento de labios y aromas,
sus ojos de ave planean en las ramas,
besan el espacio y se posan en un celaje,
descienden a las piedras donde corren
y se detienen cogidos de las manos
que los árboles extienden.

Su tersura es grácil como las madejas
y sus pies ásperos como de fauno que trota
en bosques silentes; gira taciturno soterrado
en inviernos, o triunfante en primaveras,
altivo y transparente abriéndose paso
en trágicas reyertas, golpeando entusiasta
su tambor de níquel, o durmiendo en remansos
bajo los peñascos de nubes viajeras.

Amanece en valles con el mundo
en sus párpados, ganando distancias
como chasqui heroico, masticando sueños
y deshilando olvidos, o hablando en silencio
con los ojos grises de oasis dormidos.

En los prados juega con las mariposas
como tigre tierno que retrata en sus iris
el color de las flores, y va retozando
bajo el sol que incendia su rubio pelambre,
va musitando facundias fragantes,
latidos intensos de fiera impasible
que mira la senda y sigue su destino.

El rugido del trueno levanta su melena,
y brama en las fauces de gárgolas salvajes,
despliega una mueca en las ensenadas,
e inunda los nidos colgados de estambres,
enturbia la sombra de caballos gigantes,
y rompe en corrientes a grandes carcajadas.

El río es un hombre con piel de guepardo,
la suma de los días que archivan los relojes;
nómada perenne exento de fronteras,
virando sonoro hacia mundos velados
y agitando silencios en olmos desiertos,
llevando la fragancia de los bosques
a las urbes y cerrando los brazos para ser
un canto en el eco de las campanas.

Siembra sonrisas en el rostro del orbe
y se lleva la luna como un pez azulino,
separa la luz con sus dedos de espuma
y amasa la harina en la yema de los días,
germina venturas en tierras baldías
y revienta el capullo de ansias reprimidas,
agita los címbalos en templos y osarios,
y lava acucioso las perlas y quimeras.

La leyenda de su canto perdura en el olvido,
tiene tanto de árbol, de ave y de  nieve,
de fiera indomable y de piedra mutable,
y tiene de humano por sus bondades y horrores.

Sus pies desconocen su origen sagrado
y la edad que luce el marfil de sus
dientes, sólo sabe que un día llegará
a necrópolis, al cielo donde bogan
las almas canoras, para volver a ser nube,
o río que fecunda la matriz de la tierra.


PROVENGO


Qué árbol no germina en la arcilla oxigenada
y despliega sus estambres
para nutrir la especie.

Qué ave no transporta una tarde  en las pupilas
para cambiar el sueño
y la letra de su canto.

Qué hombre no revela un ocaso en la mirada
y busca atribulado el nepente de las horas
para solazar su murria.

Y yo provengo
de la sombra trémula que proyecta la luna
en moradas silentes,
del martillo con que mi padre dio forma a la vida,
de la sed que los viajeros cuelgan en oasis
para vencer distancias.

Provengo
del trino que orquestan los jilgueros
en el  cárabe de las frondas,
de la musa dormida en la soledad de los glaciares,
del canto de unas hénides que bailan
como ruecas en el charango de las cascadas.

Provengo
de unos ojos que miraban con tristeza
lejanías sin confines,
del jazmín encendido en la noche sin estrellas,
de unos besos furtivos que se fueron
como pétalos arrasados por el viento.

Provengo
de los remos que blanden los balseros
al filo de la tormenta,
del ábrego que se desliza en el declive de los días,
del súbito granizo que alborota en los árboles
el gorjeo de los zorzales.

Provengo
de la greda que alumbra las simientes
en la matriz de la primavera,
del hacha destellante que resuena en los silencios,
del cálido resuello de los toros yunteros
que roturan la mañana.

Recuerdo cuando niño ponía unas piedritas
lisas y ovaladas en la pala de la honda,
ya comprendía que las piedras no son redondas
porque así las hizo el hombre,
sino porque bogaron en el cincel de los ríos,
en hondos remolinos que al verlos causa asombro;
porque erraron por sendas desde pretéritas eras,
entre riscos y praderas, estepas y montañas
de donde yo vengo.

EL ANUNCIO DE LOS BÚHOS - CUENTOS

                                           


VISIÓN EN LA NOCHE

  

        Héctor cursaba el primer año de primaria; y una tarde como pocas, no llegó temprano a la escuela; por lo que su profesor, a la hora de salida, lo castigó hasta las seis de la tarde. A esa hora, fue a su casa a dejar sus cuadernos, para luego dirigirse al “Relámpago", su chacra, a traer sus ovejas; obligación que cumplía cotidianamente. A todo paso abandonó el pueblo y en medio camino lo sorprendió la noche, aunque él no temía, estaba acostumbrado a las sendas obscuras y silentes, muchas veces, viniendo de moradas lejanas, se le había anochecido en parajes de donde cuentan historias de espanto, pero él atravesó esos ámbitos sin el menor inconveniente, cruzó el mismo barranco donde se suicidó el "Cojo Manzano"; y esta vez no tenía por qué amilanarse.

        Llegó a la meta, fajó el cuerpo de las ovejas con las cadenas que hacían de amarras, y dio inicio al retorno. Ahora regresaba en mejores condiciones, no solo lo acompañaban su silbo contrito y las aves que aún no dormían; pues la existencia de los ovinos, era la cáfila más confidencial. Pero al entrar a la "Quebrada Encantada", sintió miedo, un miedo natural que los niños experimentan en raras ocasiones, y para mayor desventaja, la quebrada estaba copada de agua, de esa agua turbia que en las noches dondonea golpeando los dedos embrujados de las piedras. Y por esa sima era el camino.

        Los mamíferos en tales circunstancias, ya no eran arreados por el desconcertado pequeño; éstos por un afán instintivo, apuraron el paso, y entre los follajes se perdieron a los ojos oceánicos de Héctor. Él no podía seguirlos, aún era tierno, su cuerpo ampuloso y lo escarpado de la bajada, no se lo permitieron. De alguna manera, quería hacerse compañía, trataba de cantar o de silbar, pero ni eso podía. Sintió entonces que el agua bramaba más fuerte, y turbado de asombro, vio que una nube densa con gran estruendo daba vueltas en remolino, y tomando la forma de una fiera desconocida, frotó los breñales y se fue estrepitosamente bordeando los abismos.

        Ante aquel espectro, inundado de terror, el niño permanecía mudo, asustado como un ratón escondido ante la búsqueda de su cazador; trataba de no dejarse sentir, de pasar por desapercibido. Estaba cobijado en los matorrales de un meandro de la quebrada. Luego ese extraño y lacerante sonido del agua, se convirtió en un tropel arrollador de numerosos caballos; y cuando volvió la vista a su retaguardia, se le aparecieron unos potros blancos y misteriosos, como si fueran hechos con bellotas de algodón; bajaban jalando una carreta con barandillas doradas, y encima, sofrenando las riendas, iba un ser fantasmagórico; era un hombre de traje diamantino, con espuelas de plata, la mirada le brillaba con gran fluorescencia y la cara aporcelanada parecía una estrella diminuta erosionando. En las manos llevaba un zurriago que hacía números y eses en el aire, y desde sus botines se oía el chillido nítido de las espuelas. Los caballos al andar parece que no ponían los cascos en el suelo, sólo los herrajes iban derramando cruces de candela que al caer a los escombros se apagaban. Al fin, pasó esa imagen monstruosa, que al juzgar, no se percató de la existencia de Héctor; se alejó arroyo abajo y sólo en esa cuenca quedó un silencio aciago y horripilante.

        El pequeño mozuelo se encontraba asido a una rama de arbusto, como si ésta fuera una mano amiga, después de aquel momento nefasto; el murmullo del torrente había calmado, y el viento como un potro heroico, resoplaba en las sombras exhalando el húmedo rumor del pasado.

        Con los ojos pavorosos el infante inspeccionó diversos flancos, y convencido que ya no estaba esa visión fantasmal, sintiéndose en ese tétrico estado de abandono, ahogado de ansiedad, dio un suspiro que terminó en un grito de trágica agonía, cuyo eco se repetía en las concavidades del acantilado. Siguió gritando con un llanto desconsolado, bajaba cayéndose entre los charcos, procurando arribar al camino, que a unos cien metros cruzaba el riachuelo. Por allí, a esa hora, unos labriegos, dos hombres y dos mujeres, venían arreando unos jumentos; y al momento que escucharon el gemido en aquel desolado imperio, no se imaginaron que un niño agonizaba aterrado en esa montaña. Al comienzo pensaron, "quizá es un alma en pena"; pero rápido comprendieron que era la voz de un chiquillo. Uno de ellos subió a una roca y le llamó conmovido.

- ¡Oye, hijito, que ha pasado! No llores, ven con nosotros!

        Una de las mujeres al reconocerlo dijo. - Es el hijo de don Pedro. ¿De qué lloras Hectitor?

        Él quería explicarles, pero el latido del corazón con el agitado sollozo, no le permitían hablar con claridad.

        La otra mujer musitaba.

        - Pobre chiquito, ¿cómo lo han mandado a estas horas, y por esos sitios tan feos y tan pesados!

        El hombre que le habló primero, le había tomado de la mano y así lo conducía, procurando consolarlo, dándole valor.

        Antes de arribar al pueblo encontraron a su padre, don Pedro, quien al ver a su hijo con los ojos llorosos y poseídos de pánico, conmovido, dijo a los labriegos.

        - Hace unos momentos, en mi casa, estábamos preocupados al ver que las ovejas llegaron, y el chiquitín no venía. Pensamos que se habría quedado a jugar en la calle, pero al no encontrarlo, he venido a buscarlo por aquí.

        Sus acompañantes le refirieron la forma en que lo hallaron y las escenas horrorosas que dijo haber visto.

        En las cuatro esquinas de la localidad, don Pedro se despidió de sus amigos, y se fue con su hijo por una calle silenciosa que casi nadie transita, al extremo que ha crecido romaza en las fisuras del empedrado.

        Cuando retornaron al hogar, allí nadie había presentido lo ocurrido al pebete; excepto doña Grimaneza, su madre, quien confundida en la puerta de la cocina, contemplaba la noche, con el alma enlutada y abatida de presagios. Héctor, sin reparar en nada, fue corriendo a abrazarla, puso su rostro a la altura de su cintura, y trató de protegerse o esconderse en su regazo. Ella con esfuerzo, lo levantó en sus brazos, le besó la frente y se puso afligida, al verle el semblante pálido y su cuerpo desfallecido; lo cubrió con su mantón, y lo arrulló en su pecho, mientras él le contaba:

        - Mamita, he visto al condenado con unos caballos blancos en la “Quebrada Encantada".

        Lo condujeron al dormitorio y al borde de su cama, sus padres y sus hermanos velaron su mal estado; tenía mucha fiebre y durante la noche deliró en forma intermitente.

        Su padre acudió a la Posta Médica que se hallaba a un kilómetro del poblado; pero se dio con la sorpresa que allí no había nadie; y esa noche el niño no tuvo atención médica; solamente doña Grimaneza, cogió unas hojas del cedrón que floreaba en el patio, y con otras hierbas que se cree "alivian del susto", le dio en mates, pronunciando oraciones y rogando a Dios por la salud de su hijo.

        Al siguiente día, familiares y allegados, sabían de la dolencia que sufría Héctor; y la mayoría del lugar, aconsejaban a sus padres que lo hagan ver con un curandero, porque habiéndose asustado en ese sitio llamado "El Malpaso", allí se le había quedado el ánimo, y era necesario retornarlo a su cuerpo.

        Asimismo, personas conocidas como el sanitario Rivas, visitó también al pequeño paciente que seguía postrado, con el aspecto cetrino, los párpados tumefactos y toda su contextura desfallecida, la fiebre le había subido y se quejaba porque sentía dolor de cabeza; transido de congoja manifestaba lo que había soñado, que se traducía en visiones raras que lo perseguían. El sanitario le dio unas pastillas y un jarabe para rehabilitarlo, y dijo a su padre.

        - Esto no es nada Pedro, apenas es un fuerte resfrío y no tienen por qué preocuparse.

        La señora Grimaneza que acababa de penetrar en la habitación, preguntó.

        - Sr. Cabo, ¿qué será lo que tiene mi hijo? Todos me dicen que es "susto"; por eso voy hacerle llamar el ánimo -. A lo que el Cabo contestó algo sonriente, haciendo notar su diente de oro.

        - Esas son supersticiones y creencias de los antiguos, recurrir a los brujos es ignorancia, hay que creer en la ciencia y sus adelantos.

        Un anciano comedido llamado Víctor Locumberry, quien desde su asiento lo había escuchado; levantó su borsalino más arriba de la frente y botando al hombro una punta de su poncho, miró al Cabo y le dijo.

        - Oye, tú dices que este niño sólo ha visto alucinaciones; esos fantasmas existen, solo que unos no podemos verlos, los arrieros en sus viajes han constatado que las mulas, antes que se acerque algo sobrenatural, olfatean, orejean y se empacan. Cuando esto se presenta en mala hora, uno se queda sin ánimo y hasta se muere. Aquí a muchos han curado los adivinos, lo que no han podido hacer los médicos – y terminó interrogando - O usted qué  dice profesor Bonaherges?

         El profesor aludido, sacó un cigarro del bolsillo y después de prenderlo y dar la primera fumada, con perfil augusto, dijo.

        - La ciencia en parte se ha olvidado del hombre, es el propio hombre que guiado por sus presagios y la experiencia, ha ido descubriendo su mundo interior. Entonces no podemos negar las creencias y ritos que desde antes se practican.

        Todos los presentes, demostraron asentimiento a su claro comentario.

        La señora Grimaneza, que desde la noche anterior tenía la idea de hacer tratar a su hijo con un curandero, se sintió más animada en tal propósito, y poniendo varias tazas alrededor de la mesa, invitó a sus visitantes.

        - Pasen a servirse una tacita de té.

        Eran las cuatro de la tarde; el sol descendía como el ojo lloroso de un viejo pensativo, doraba los pajonales y blanqueaba los caminos, gateaba en los cerros y en los chacaríos que forman la campiña de Carumas.

        Acabándose el día, las sombras del crepúsculo comenzaron a cubrir las hondonadas del cerro "Yalamonte", donde se divisaba una casita rodeada de eucaliptos; allí vivía el curandero Pilco, un viejo de rostro sombrío e indumentaria sencilla. Por la mañana un hermano de nuestro preocupante Héctor, había ido a esa choza en busca del adivino, para solicitarle que cure a su hermano menor; le contó sobre el estado de su dolencia y las causas que la produjeron. Al inicio el viejo se puso reticente, pero después de muchos ruegos y propuestas, aceptó la petición, pero poniendo varias condiciones. Hicieron el trato y se despidieron con satisfacción.

        El brujo se quedó en su vivienda preparando sus fetiches y todo lo que debía llevar para su trabajo, los puso en su poncho haciendo un atado y tomó el camino que conduce al poblado.

        En la casa de la señora Grimaneza, la vecindad se había reunido, todos estaban abrigados por el frío de la noche, unos en el dormitorio donde yacía el paciente; otros en la sala de visitas y algunas mujeres en la calinosa cocina.

        Cuando llegó Pilco, entró serio mirando indistintamente, apenas dijo a la concurrencia. - Buenas noches.

        Y, sin detenerse prosiguió hacia el patio preguntando por la dueña de casa; una mozuela en la alcoba de Héctor, habló en voz baja.

        - Doña Grimaneza, ha llegado el brujo.

        Ésta de inmediato salió a recibirlo y lo hizo pasar a un cuarto donde debía levantar “la mesa” para el pago a la tierra. El viejo se descargó el atado y cuidadosamente lo puso en el piso, cerca de dos velas que iluminaban el recinto, donde debía hacer los ritos, la reverencia a los iconos y demás alegorías.

        Pidió a su acompañante que le trajera coca, vino, incienso, flores, entre otras cosas, que en la habitación tenía previstas. Desató su poncho donde traía collares, choritos, perlas y un muñequito de madera que él lo tomaba con mucha devoción. Encargó que no hagan bulla, que se retiren los asistentes y los dejen solos a él y a los padres del niño. Él mismo cerró la puerta.

        Afuera en el patio, atentos escuchaban la voz de Pilco, que hablaba vozarrón como si tuviera asma. Habiendo transcurrido unas horas, los vecinos se sentían adormitados, unos sentados sobre bancas y otros recostados sobre cueros de oveja. Cerca de media noche la señora Grimaneza salió del aposento con una chuhua[1] de brasas mezcladas con incienso, y musitando oraciones fue al lecho de Héctor, lo sahumó religiosamente pasando el sahumerio por sobre su cuerpo y regresó taciturna iluminada por las brasas.

        Don Pedro, dijo a sus acompañantes.

        - Desde este momento, nadie debe irse, cierren la puerta de calle -. A partir de ese instante había un mutismo en toda la casa, apagaron las luces y la noche lentamente penetraba en los sentidos, con todos sus enigmas; los niños atónitos, con su inocencia preguntona, permanecían callados a lado de sus padres.

        La noche era obscura como la placa de una radiografía.

        De pronto a lo lejos se escuchó un rumor desconocido que se acercaba como una legión antigua de numerosos trinitarios. Y desde la morada misteriosa donde se encontraba Pilco, salió una voz grave y melancólica  que decía:

         - ¡Padre mío! venid a ver a tus hijos, te ofrecemos este sacrificio para que tengas piedad de nosotros. Bajad a la humedad de la tierra para que tu bendición nos libre de Satanás y ascendamos a tu Reino en la hora final.

        Por un orificio de plomizos nubarrones, se desplegó un rayo de luna y unas gotas de lluvia se descolgaron del cielo. Ante el asombro y la espectativa de los concurrentes, se oyeron unos pasos finos y lentos en el techo del cuarto donde estaba el hechicero, y desde los aires nebulosos y transparentes, irrumpió una voz:

        - Aquí estoy hijos míos, agradezco vuestro sacrificio, sólo ha sido una prueba, desde hoy seréis protegidos.

        Pilco contestó: - ¡Gracias Padre mío!.

        Se perdió el rayo de luna y también cesaron las gotas de lluvia.

        El adivino levantó “la mesa”, hizo un envoltorio, y salió al patio cansado como si hubiese laborado durante todo un día, y agitando el brazo dijo.

        -¡Ya, vamos!

        Los varones designados para traer el ánimo, alisaron los zurriagos, y salieron rápidamente siguiendo al fetichista, éste caminaba rápido y decidido, cual soldado que va a cumplir una misión heroica. Realmente se había concentrado en arrancar el ánimo, ya sea de la tierra o del misterio, y devolverlo al cuerpo de Héctor. Al pensar en esto, sudaba, andaba agachado, hermético y apurado.

        Cuando la comitiva se topaba con alguien en el camino, uno de los integrantes, le revelaba confidencialmente de lo que se trataba y lo sumaba a la fila. Pero en el trayecto les sucedió un percance. Antes de arribar a la "Quebrada Encantada", en el silencio de la noche, se asomó un jinete cabalgando en un potranco que marcaba el paso con galano donaire. El donoso caballero había sido Salvador, el domador de bridones, hombre ceñudo y severo, cuyas cejas parecían las alas de un cuervo, dijo a todos.

        - Buenas noches caballeros.

        Todos le contestaron. Solamente Pilco, sin perder el ritmo del paso, contestó entre dientes el saludo, y siguió de largo.

        El hidalgo intuía la finalidad de esta caravana, pero aún así, preguntó enérgico.

        - ¿Qué a pasado?

        Agapito, agarrando suavemente la rienda del freno, le explicó el caso sin mayores detalles y acabó diciéndole.

        - Si usted no va con nosotros, contra nada hacemos todo esto -. Pero el amansador, dio un palmetazo en el anca del brioso que había retrocedido tres pasos, y desbaratando lo dicho, contestó con aplomo.

        - Yo no creo en esas tonterías, así que me disculpan -. Y continuó su rumbo. Pero don Pedro, que iba entre los últimos, le habló con más credibilidad.
        - ¿Cómo te va Salvador? Fíjate hermano, le ha ocurrido este mal a mi hijito, y estoy acudiendo a todos los medios para que se alivie, sólo te demoraremos unos minutos.

        - Bueno, tratándose de ti, vamos. Además te diré que yo cualquier cosa puedo hacer por un angelito.

        Cuando llegaron a la "Quebrada Encantada", reinaba una apariencia de tranquilidad y sosiego, apenas bajaba un hilo de agua, produciendo un sonido casi imperceptible; más arriba en el lugar de lo acontecido, "El Malpaso", se abría un boquete de donde emergía una vertiente y en la misma penumbra un sapo croaba enigmáticamente.

        El brujo al escuchar dijo. - ¡Ahí está, ése es ...!

        Los demás con atención oían su rítmica melodía, hasta se embelesaban; aunque uno de ellos, al parecer el más joven, interrogó.

        - ¿Lo matamos?.

        - ¡No! - contestó el viejo -, va a morir, pero en su hora.

        Por un instante el sapo se calló, pero sólo hizo un intervalo y continuó su pieza nocturna, siempre haciendo pausas, como para advertir lo que pasaba a su alrededor.

        A un lado, cerca del manantial, en un sitio aparente; hicieron una fogata de carbón, y como no hacía viento, atizaban la pira con las puntas de los ponchos. Una vez que las brasas estuvieron al rojo vivo, el viejo sacó de su fardo el contenido de “la mesa", y orando arrodillado, lo dispersó en el fuego, y el humo aromado ascendía al cielo como la copa de un arbolito.

        El pequeño músico seguía cantando más fuerte y más rápido como si estuviera en el estribillo de una canción; salió enfurecido hasta la entrada de su pretérita fuente; pero conforme los compuestos del bermejo holocausto se iban diluyendo, la melodía del escuerzo se tornaba más lenta y más doliente cual una endecha, estaba desconcertado y husmeaba desde el umbral de su funesta guarida.

        Se acercaron a mirarlo y observaron que sus ojos reflejaban como el filo de una navaja, su cara ardía en llamas y tomaba la forma de una máscara diminuta que se usa en las diabladas.

        Pilco, un tanto molesto, exhortó a los curiosos.

        - ¡No se acerquen! ¡No lo miren, retírense! -. Y continuó rezando frente a la hoguera.

        El batracio temblaba y sentía que su cuerpo se desvanecía, entonces volvió a enclaustrarse en el fondo de su agujero.

        A medida que se consumían las brasas de la tea, se ponían más rojas y más redondas que parecían los pétalos de un geranio. El brujo al contemplarlas, decía.

        - ¡Está bien! ¡Ahora se va con nosotros el angelito!.

        Pero en el hueco del calamita, algo había ocurrido; la música vespertina del inefable monstruo, ya no era la misma. Pues desde el interior del lúgubre boquete, se oía el quejido calmado y dolorido de un ser humano, que gritaba agónica y desesperadamente como si le quemaran las entrañas con un mortífero puñal, y acabó con un lamento.

        - ¡Aaaaaaaayyyyyyyy!

        El viejo levantó la voz y dijo. - ¡Vamos Héctor, vamos!.

        Y al instante hizo sonar una campanilla que en la espesura de la noche, su tilín tilín, se esparcía nítidamente despertando los espíritus y atrayéndolos con su melodía.

        Pilco repetía.

        - ¡Vamos niñito, vamos a la casa!

        Todos al unísono le seguían, y al mismo tiempo agitaban los látigos lanzando azotazos sobre las piedras y follajes, como si llevaran a un ser invisible. Doña Grimaneza, procedía de igual forma, pero con una camisa de su hijo, que flameaba en los limbos.

        Cuando retornaron al pueblo, las calles estaban vacías, los gallos aperturaban su canto, y la "Cruz del Sur" se perdía en la penumbra. Solamente, antes de arribar a la casa, vieron que unos bohemios se alejaban a unas cuadras con el dondoneo de una guitarra.

        Héctor se había despertado y desde su habitación, escuchó la voz de la campanilla, el estruendo de los latigazos y todo el murmullo de la comitiva. Cuando estuvieron frente a él, vieron que en sus pupilas renacía la vida; los reconoció a todos, y sin decirles palabra alguna, les expresó todo con una dulce y cálida sonrisa.

        El niño estaba sano.




HOJAS DE OTOÑO


Su vida sentimental, había sido escasa y fragmentaria: un idilio de juventud, trágico hacia el final, y un idilio de otoño, lleno de una insensata placidez.
                                      Vargas Vila




        Oliverio, obstinado buscaba entre sus papeles antiguos, un Diario que escribió ocho años atrás, y por fin, después de su empecinada búsqueda, lo encontró en un desvencijado cartón, sacudió el polvo de las hojas descoloridas y comenzó a leer con avidez:

        Sigo viviendo en una casona de la calle Arica, precisamente en uno de los cuartos del segundo patio donde a primera vista, parece no habitar nadie. Aquí es donde todos los días amanezco ansioso a ver con qué tono me espera la vida, con qué intensidad alumbran las primeras luces que aquí llegan filtrándose por las hojas de un molle muy añejo; donde también siento las horas crepusculares apagando las miradas de cada cosa y envolviendo de silencio el semblante de los muros que parecen encontrarse atrás de un cementerio. Y a propósito, aquí es donde muchas veces como ésta, recuerdo aquel viaje, esas sonrisas junto al río, quien sabe toda una vida que cambió su rumbo a mitad del camino.


        Mi idilio con Amalia, terminó un lunes del mes de abril, antes debo confesar que no hubiese querido relatar este pasaje tan íntimo, que para otros, creo no tenga mayor importancia, creo que si lo hago es por pura consolación, quizá para dejar constancia de lo vivido, o tal vez para yo mismo leerlo algún día.


        Como decía, desde ese lunes ya no nos unía nada, apenas el último encuentro y el recuerdo de lo que pasamos en tres años, que para el corazón eran como tres lustros, pero diremos sencillamente tres años, o un pasado que tarde o temprano se tenía que olvidar. La mañana inolvidable en que decidimos separarnos, estábamos en esta misma habitación en que hoy escribo, y en esos ratos leños de la despedida, añoramos la plácida inauguración de ese romance.

        De lo que nos conocimos, hacía mucho tiempo, justamente en una casona colonial de la calle Santa Catalina, donde ella vivía, y yo llegué allí buscando  una habitación para alquilar. Vivíamos en el segundo piso, sólo nos separaba el ligero vacío del patio que palidece en la primera planta y los añejos balcones que cuelgan en las blanquecinas paredes. Había transcurrido cerca de un año y no tuvimos ni una cordial amistad. Sólo una tarde en que los vientos otoñales traían hojas secas a su adoquinado patio, mientras me afeitaba en uno de sus ángulos, con el rabillo del ojo vi que a la puerta asomó una silueta, luego descubrí que era ella, quien a la vez me estaba observando, y me pareció que jamás antes la había visto; tenía la faz despejada y sus ojos eran grandes y enigmáticos como dos océanos llenos de sol, para  mirarla mejor traté de decirle algo, hasta ese momento aún no sabía su nombre.

        Desde entonces, yo me acercaba apacible a todo cuanto la rodeaba. Por las mañanas íbamos a las clases de la Universidad, y por las tardes recorríamos los parques compartiendo embelesados el lenguaje delicado con que se expresan las aves. Por las noches pasaba a su departamento a pulsar una guitarra cuyos acordes vibraban al unísono de su voz.

        El día lo esperábamos con singular alborozo, ella abría las persianas, y yo la miraba ilusionado a través de los cristales, el cielo era más claro y más hondo con la franja límpida de su mirada, que hasta tornaba más bella la arboleda movediza  de una huerta vecina.

        Amalia andaba siempre apurada y sus ojos se posaban en las cosas lejanas y misteriosas; éramos felices compartiendo nuestros anhelos, cuando volvíamos a la vieja casona como dos palomas a su cálido eucalipto.

        Y una vez, pensé: para que esta relación sea con respeto y pulcritud, debo hablar con su madre; me puse mi  terno de fiesta, y fui a pedirle permiso para ir con ella al cine, cosa que se me negó con toda cordialidad.

        Francisco y Lucía, padres de Amalia, naturalmente que no estaban de acuerdo que su hija tenga como novio a un joven desconocido, que no sabían quiénes eran sus padres, y lo poco que sabían de él, era que estudiaba en la Universidad, que tenía ideas socialistas, que llegaba tarde a la casa y por lo demás, era de conducta informal, no aparente para pretendiente de su hija. Ellos pertenecían a la clase media, con un caudal económico moderado, y tenían un  concepto digno de la moral. De ahí que la Sra. Lucía se sentía incómoda y hasta se enfadaba al ver que su hija se veía con Oliverio.

        Desde aquella  vez no volví a insistir, ni hablar nada de ello con sus padres, trataba de encontrarla lejos de la casa donde vivíamos, generalmente lo hacíamos en el Parque Universitario, frente a los claustros donde ella estudiaba. Un día en que fue a Mollendo con unos familiares, quedamos encontrarnos en ese puerto, y allí recorrimos las playas jugando con las gaviotas y escribiendo en la arena. Sus ojos en el agua tenían la gracia de dos gotas de rocío. Todas esas vivencias nos unieron como une el cause a las orillas del río.

        Pero retomemos el día en que mutuamente decidimos separarnos, que como dije, estábamos en este mismo cuarto en que hoy la recuerdo. Pues todo lo vivido se empozaba en esa mañana, y también el futuro como una noche vacía desembocaba en esa mañana. Yo impaciente hablaba de mejores porvenires, cual marinero extraviado que señala el horizonte animando a sus tripulantes.

        ¿Y por qué nos separábamos? Creo que cuanto más nos amamos más nos  ofendimos. Oscar Wilde decía: “Es difícil no ser injusto con lo que se ama”. “Todos matan lo que aman...”.

        Me parece que ya sus pies se habían cansado de trajinar por los bosques desconcertantes de mi camino. Esa mañana no vimos la luz del día, hablamos de las ofensas recíprocas, y de nuestros sentimientos que se estaban resquebrajando; y al final acalladas las palabras, nos vino un ansia mutua de sellar la partida con el acto inolvidable que une a los mortales, y nos entregamos detrás del dolor, con la ternura más tierna, con la ternura hecha consuelo, tocando la raíz elemental de la intimidad humana. Sin embargo aquello, sólo fue considerado como una forma de la despedida. Yo la miraba pensativo y  me decía: ¿sentirá algún día el vacío de mi ausencia? La besé en la frente como si recién llegara, y cuando salió del recinto, lo último que sentí fue el inconfundible traqueteo de sus tacos en las losetas del patio.

        Los primeros días que pasé sin verla, me propuse cumplir con diligencia  las responsabilidades que el presente me imponía, trataba de orientarme de la mejor manera, cumpliendo con las obligaciones que exigía mi carrera. Seguía  recibiendo con emoción las guirnaldas o las espinas que nos brinda la vida.  A mi amigo Antenor le decía. - El amor es como una planta que nace donde nadie la siembra, crece en la intemperie, florece lozana y con el tiempo desaparece -. Él reafirmaba, - el amor es una idea, o algo así como una enfermedad que se cura y a la postre nada queda, Oliverio, culminamos los estudios y nos vamos a otros sitios en busca de nuevos horizontes.

        Habían rodado sobre el mundo, noches sin una flor ni una sonrisa, días contados al centímetro, sendas nostálgicas para mis pasos errabundos, sendas interminables que trocaban en el pestañear de madrugadas humedecidas. Y en ese ir y venir de los días, nos encontramos nuevamente, y esta vez, ¿nos hacíamos los pecadores arrepentidos? Ninguno hizo por despedirse, los dos retornábamos de desvelos fatigados; eran nuevamente sus manos llenando el vacío de mis manos, eran mis pies fugaces retornando al jardín de su encanto; era yo acercándome a ella como una ola indecisa, como un pez moribundo, sudando en la cuesta árida de sus renuncias; por momentos se nos daba amarrar nuestros besos a porvenires inciertos, sin embargo yo me sentía impasible como cuando no se quiere perder la ternura que aún reverdece en la mujer amada.  Traté de persuadirla diciéndole cosas  que pudieran animarla, a lo que ella respondió con una voz furtiva.

         - Si ya no somos nada.

         Y nos despedimos, algo así como si entre nosotros hubiera un río subterráneo que nos unía secretamente; esto ocurrió un día viernes, y al amanecer el sábado, me levanté temprano para ir al Comedor Universitario, fui solo y desconcertado, pero no tan abrumado como en el retorno, cuando sentí el alborozo tibio de la mañana, más que tibio frívolo, tan tibio y tan frívolo como las brechas grisáceas del final de un día. Me decía, hoy es como ayer, efectivamente, tenía el mismo tono triste que a veces recuerdo cuando escucho un canto testigo de ese dolor, tenía la melancolía que una vez me ahogaba en la fiesta de la Virgen de Cuaylani, cuando a la hora de la procesión los músicos de Somoa, hacían vibrar sus clarines en el tímpano de los cerros, de las aguas y los vientos, en ese transe en que me alejé de la muchedumbre para mejor recordarla, sólo acompañado de un can señero, quien con sus orejas atentas y su expresión amical, me contagiaba su segura emoción de vida.

        Y desde ese momento en que regresé del Comedor Universitario, las cosas iban a cambiar, pues se me ocurrió la idea de irme con ella a un lugar lejano, donde nadie pueda hallarnos; esa idea me acompañó secretamente durante la noche. Hacía conjeturas relacionadas con una fuga, decía: ¿Cómo en mi tierra, cuando los padres se oponen a la relación amorosa de dos jóvenes, un día el pueblo amanece, con una pareja menos, Dios sabe hacia a donde partirían, y pasado un tiempo regresaban casados. Cavilaba en el lugar a donde iríamos y en lo que se tenía que llevar.

        Inclusive llegué al extremo de hacer afilar una daga, para amenazarla, o tal vez desgraciarme, si en caso se negase a partir conmigo. Al pensar en ello evocaba esa canción que dice:

        “Te puse puñal al pecho,
          patito, vamonos conmigo...”

        Y llegamos al día de la partida, era viernes y ella estaba en clases, a las nueve de la mañana fui a buscarla, atisbé su aula y percibí su cabellera  entre sus compañeras, terminando la clase fuimos al Parque Universitario, allí le dije que había decidido marcharme de Arequipa, y le pedí que por última vez me acompañe a pasar el día, ante esta determinación comenzó a preocuparse, parecía difusa, se callaba a intervalos y después de hacerme algunas interrogantes, aceptó mi propuesta. Volvimos a la casa de la calle Arica, y al entrar a la habitación mostró una honda tristeza, actitud que me dio más ánimo para creer que mis planes saldrían como viento en popa. Arreglaba mi ropa en una pequeña maleta, buscaba algunos libros y hacía tocar unos discos, la miraba a hurtadillas mientras ella turbada me preguntaba.

- ¿Y hacia a donde te vas a ir?
         
        - Me voy a la ciudad de Tacna, allí terminaré los estudios y a la vez voy a trabajar - y como hablando conmigo mismo, continué, - a propósito, ¿qué  número de asiento me ha tocado? - Abrí considerablemente el bolsillo de mi camisa para ver mi pasaje y no confundirme con el suyo, y se lo mostré con el fin de confirmarle la decisión que había tomado.

        De una u otra forma estuvimos juntos hasta las tres de la tarde, hora en que llegaron mis amigos, Antenor y Nieves, con quienes había concertado para que también sean protagonistas en la estratagema de la despedida. Ella como de costumbre los saludó atenta; luego del cuarto de a lado, vino Alberto Revilla, al entrar preguntó. - ¿Qué hora partes?

        - ¡A las cuatro! – Le contesté como diciéndole que se ponga más mosca. Miró el reloj y salió apurado anticipando, - estamos sobre la hora, voy a traer un coche.

       Cuando Alberto regresó, cada cual cogió lo que debía llevar al taxi, inclusive Amalia portaba dos frazadas. – Suban todos, tienen que acompañarme a la empresa - les dije. Hasta ese momento aún no sospechaba que sería constreñida a viajar conmigo, mas bien trataba de consolarme. - Oliverio, procuras venir rápido, no te olvides  de escribirme, yo también iré a verte, me vas a dar tu dirección.

        - Volveré lo más pronto, aunque sea por un día –.  Le contesté.

        Cuando arribamos a la empresa “Te Juré y Volví”, ya el ómnibus estaba por partir, hice colocar la maleta en la bodega, me despedí de Antenor y me interné en el buss, Amalia subió a alcanzarme la polaca y las frazadas, y según ella, a despedirse, pero antes que llegue a los asientos que había separado, el ómnibus comenzó a avanzar, y ante esto, apresurada puso las frazadas en el asiento y besándome dijo. - Ya se va el carro.

        - Sí, amor mío y nos vamos en él, mira éste es tu pasaje – y mirando a mis amigos le dije, - despídete de ellos -. Ella un tanto inerme los vio sonriente moviendo la mano en señal de adiós. Y cuando estuvimos en marcha le hablé:

        - Amalia he decidido vivir a tu lado toda la vida, y te protegeré hasta la muerte, todo va a salir bien ... – Tenía las mejillas sonrosadas y sus ojos diáfanos expresaban alegría; decía dulcemente.

        - No es posible, cómo puede ser esto, debiste habérmelo dicho antes, hubiese traído mis papeles, mi ropa. ¿Tú me quieres Oliverio?
 
        - Todo está arreglado, tus papeles, tu ropa y las cosas que necesites nos van a enviar.

        - ¿Dónde iremos, siempre a Tacna?

        - ¡Sí! Y si es posible hacia el fin del mundo, donde podamos ser felices.

        Jamás imaginé que estaría tan decidida ir conmigo, y nos sentimos bien pensando en los días venideros, viajando por el horizonte sin rumbo del ensueño.

        El viaje de Arequipa a Moquegua sólo dura cuatro horas. Llegamos a las siete p.m. y nos dirigimos por la Avenida Balta a la casa de Isabel. Ella nos recibió entusiasmada junto a Oscar su esposo, eran mis viejos amigos con quienes había cultivado una franca amistad. Isabel tomó nuestra maleta y nos hizo pasar a una habitación. – Pasen Oliverio, aquí van a descansar -. Era una pieza con dos camas y un espejo muy amplio donde después nos miramos la facha que llevábamos, Amalia, me habló.

        - Parece que tus amigos son muy buenos – se recostó en una cama y mirando al techo prosiguió – Y pensar que he vuelto a esta ciudad que conocí  hace tiempo de paso a Arica, pero no conozco el centro, la plaza, – hizo una pausa y cambió de idea. - ¿Y qué estarán haciendo mis padres en Arequipa? seguro mi madre estará confundida al ver que no he llegado hasta estas horas, no sé qué harán. Yo agregué.

        - Tal vez crean que nos hemos escapado, o que yo he cometido algo fatal contigo y me he fugado.
       
        Al advertir que estábamos libres y solos, olvidamos de pensar en lo que podría pasar en Arequipa, y nos abandonamos en la comunión espiritual de la dulzura más íntima, entregándonos con todo el amor que había en nuestro ser, pues era la primera noche que pasamos juntos. A la mañana siguiente, nos despertamos temprano, ella amaneció feliz, tenía el semblante límpido y la mirada radiante con toda la gracia del cielo, teníamos el anhelo de salir a contemplar el nuevo día que afuera nos esperaba como un cálido jazmín. Antes nos invitaron a desayunar, era la primera vez que estaba con mi compañera a lado de mis inolvidables amigos. Y era tan hermoso, ir con ella por esas calles angostas donde yo había trajinado en mis tiempos de colegial. Salimos también a recorrer lugares del valle, y lo que más le impresionó fueron las vaguadas de sauces, el enjambre de los viñedos preñados de racimos, los altos pacayes haciendo sombra a las casas del camino, y ver a niños alegres escalando sus ramas para inaugurar la fiesta en el tupido follaje.

        Al segundo día hicimos un paseo por el río que baja bordeando la ciudad, es un río cristalino que sólo en tiempo de aguas es turbio y caudaloso, allí en su recorrido se bañan mozuelos en pozas cercadas con piedras. Y, cuando nosotros estuvimos frente a una de sus fuentes, la veía preocupada como una gata asustada que la quieren echar al agua, pues no sabía nadar y el pozo que elegimos tenía cierta profundidad, de alguna forma la animé a zambullirse enseñándole a flotar, y al fin se sumergió en las ninfas, entre dulces sonrisas y finos gritos, gozosa de alegría, mientras las burbujas del agua se perdían en los remansos de la franja cristalina en medio de la floresta. Esa tarde fue como un milagro de felicidad, retornamos por la esmeralda de la ribera, y a la hora del crepúsculo estuvimos de regreso a la casa donde nos alojamos.
       
        Mi intención era casarme con ella en mi tierra, pero antes de ir allí,  escribí a mi padre pidiéndole dinero para ir en excursión a la ciudad de Santiago, cosa que fue mentira y que pasado un tiempo desmentí tal patraña. Llegó sin demora el pedido y al amanecer de un día sábado, partimos a la ciudad de Tacna. Al partir enviamos una carta a mi amigo Nieves, recordándole que envíe los papeles y la ropa de Amalia, ahí le indicamos la dirección de Oscar. En el viaje, todo marchaba bien, excepto la preocupación de que podían hacerla quedar en los controles por falta de documentos personales. Pero por suerte, a ella y otro señor, no les pidieron identificarse, nuestro susto pasó cuando reanudamos la marcha. Entre los pasajeros había un mutismo, y yo tenía mayor razón de ir callado, puesto que en mi cerebro había un torbellino de ideas, miraba las pampas húmedas y terrosas del contorno, y pensaba en lo que estaría ocurriendo en Arequipa, seguro sus padres estarían haciendo caer el cielo sobre la tierra, y a la vez,  por delante tenía la ilusión de vivir juntos en otras latitudes. Al entrar a Tacna, los mismos arbolitos delgados y no muy altos, lucían descoloridos frente a las plomizas veredas, y bajo el cielo nublado el aire tibio mostraba la vida sencilla y lozana, trayéndome añoranzas de quimeras pasadas.
       
       En Arequipa los padres de Amalia, desde la noche que no llegó a su casa, estuvieron en un sobresalto, preguntaron a sus otros hijos que estudiaban secundaria; al siguiente día dieron parte a la Policía, indagaron en la Universidad sobre el domicilio y la procedencia de Oliverio, principalmente Francisco, recorría de sitio en sitio preguntando a sus compañeros de estudio, era tan difícil dar con su habitación, porque los estudiantes que vienen de provincias viven en conventillos donde hay tanta gente que casi nadie los  conoce, y al no encontrar la pista, retornaba a su hogar con la cólera y el odio del toro que en el ruedo le han dado la estocada en su propio orgullo. Otra vez salió con su esposa, y por las indicaciones que dieron los que lo conocían, fueron hacia la dirección próxima a su residencia. Francisco repetía: - ¿Dónde vivirá este granuja? ¡Quizá hasta la ha exterminado a mi hija! - y como preguntaban casi a todos los que encontraban, alcanzaron a un paisano del desaparecido, éste los llevó precisamente al cuarto donde vivía, dicho sea de paso, a donde se había mudado de la calle Santa Catalina, la puerta estaba con candado, y los vecinos les comunicaron, que sólo ahora lo veían a Nieves, también estudiante universitario, en ese instante fueron a la PIP. y con un efectivo regresaron por la noche, el policía interrogó severamente al estudiante, quien amedrentado por el investigador, habló que realmente Oliverio se había ido con su hija, además entre los papeles de su mesa encontraron la carta con la dirección del raptor. Francisco se despidió del Policía, y voló a comprar el pasaje para ir a recuperar a su hija y si es posible eliminar al rufián, no encontró pasaje porque era muy tarde, sólo le vendieron para el siguiente día, desesperado y nervioso fue a buscar a un amigo ex guardia para comprarle un revólver, y sin avisar a nadie, lo guardó en el bolsillo de su saco, esa noche casi no durmió con la ira que le alborotaba el pecho. Al otro día muy temprano, al despedirse de su esposa le dijo. - ¡Ojalá que no lo encuentre a ese granuja! – y continuó pensando, “ porque le voy a destapar los sesos, ahora ya sé, porqué este hijo de puta se ha cambiado de casa”.
       
        En Tacna llegamos a la casa de Carlos, mi recordado primo a quien volví a ver de muchos años, él ese día llegó de Toquepala, y pasamos contentos junto a su esposa y sus hijos; pero por la tarde me llegó un telegrama de Óscar diciéndome que a las 6 pm. le hable por teléfono, y cuando lo llamé, me dijo: “El padre de Amalia ha venido y de inmediato ha tomado un carro a Tacna, en este momento estará llegando a la casa de Carlos”. Tomé un auto y  retorné rogando que aún no haya llegado para fugarnos a otro sitio,  tenía la idea de ir a La Convención y Lares, donde una vez prometí a los pobladores volver a trabajar con ellos; pero al voltear una esquina reconocí a Amalia que bajaba con su padre por la avenida Alfonso Ugarte, fui a abordarlos, y sobrecogido le hablé al caballero.

        - Perdóneme don Francisco, tomé esta decisión porque no había otra forma de continuar con Amalia, y yo quiero casarme con ella, lo que he hecho es incorrecto, pero lo encuentro justo porque ustedes siempre se opusieron a que yo vea a su hija.

        Me miró como si tuviera sangre y fuego en los ojos, y tomándome del cuello de la camisa, me zarandeó casi gritando.

        - ¡Qué te has creído so pedazo de advenedizo, que tú te vas a burlar de mi hija, de dónde diablos serás, ni a tus padres conozco, búscate una de tus iguales para que te cases, a ti no te escucho nada y ahora mismo te la vas a arreglar conmigo! - Me descargó un puñetazo en el pómulo, quiso repetir otro, pero ahí se interpuso Amalia, suplicándole que se calme, y que al fin ella había decidido regresar a la casa con él; y yo como no debía responder a su agresión, tomé la distancia del caso, y él, ante la frustración de no seguir golpeándome, con una mano hizo retroceder a su hija y con la otra sacó un revolver para dispararme, pero frente al murmullo de la gente que nos había rodeado y por la súbita intervención de un Policía, no pudo perpetrar su dolosa intención. En ese instante, padre e hija tomaron un vehículo y siguieron por la misma avenida, perdiéndose a mi vista. Yo agobiado, desilusionado y triste, volví a la casa de Carlos, le comenté lo ocurrido, me hizo algunas reflexiones, y al otro día  tomé  rumbo de nuevo a Arequipa, pues al hombre que siempre le gusta partir, lo que más le incomoda es retornar por el mismo camino, y esa era mi más grande derrota.

        En Arequipa la busqué,  y volví a convencerla para continuar a ocultas, y después de todo, en una ocasión, refiriéndose a aquel viaje, me dijo casi al oído.

        - Cinco días hemos pasado una luna de miel de una vida que ya no podremos vivir .

        Por eso yo  tuve la idea de llamar a este Diario, “Cinco días para los dos”, porque al decirme aquello tenía razón, ya que desde aquella vez, jamás volvimos a vivir así; desde entonces las cosas cambiaron, parece que su madre sabía que nos veíamos, y optó por no dejarla salir, para ella yo era el mismo diablo. Sin embargo, nos seguíamos viendo a espaldas de la luz. Al poco tiempo viajé a mi tierra, a donde en un sueño, colmados de felicidad, viajamos a caballo por hermosos senderos rodeados de árboles y matizadas praderas. Luego cuando retorné de mi recordado lugar, me di con la sorpresa que ella no estaba en Arequipa, pregunté a mis amigos, sus compañeros de aula, sus vecinos, pero todo fue en vano, al fin me convencí que ya no estaba.

        Ahora sin ella, me he detenido como un árbol que palidece solitario en los polvorientos caminos, y que en sus tallos sólo cuelgan los vestigios de un nido y el recuerdo vivo de aquellos días muertos; ahora que sólo me rodea la soledad y el desencanto, aún siento el aliento de ver adelante extendido el camino lejano y desconocido.

        Arequipa, 14 de febrero de 1976.


        Oliverio, terminó de leer el Diario, y la estatua del pasado despertó en su memoria y comenzó a recorrer esos días inolvidables. Habiendo transcurrido ocho años de su idilio con Amalia, y como el tiempo nada perdona, se enteró que cuando ella se había desaparecido como si la tierra la hubiera sepultado, sus padres la habían mandado a la ciudad de Lima, para que allí continúe sus estudios. Sabía que ahora se encontraba en Arequipa, y al rememorar lo vivido, taciturno abrió las cortinas de la ventana, y con las pupilas humedecidas, observó que unos celajes se ahogaban en las olas turbulentas de un lago.

        Después de pensar en ella varios días, Oliverio, tomó el tren de las siete y viajó durante toda la noche para amanecer en Arequipa. Por la mañana en el hotel donde se hospedó, se afeitó con pulcritud y se vistió tan elegante como un artista que va hacer su debut. Ya sabía donde trabajaba Amalia, fue allí con la emoción y recelo del que va a lanzarse a un estanque sin saber todavía la temperatura del agua. La hizo llamar con el portero, y al cabo de unos minutos, se asomó presurosa sin pensar en lo más remoto que encontraría a Oliverio, sus pupilas temblaron en sus grandes ojos y su faz seguía siendo bella como la describió en el Diario, se puso pálida en el talle de su busto que parecía llamar al abrazo, pero tomando la serenidad que las mujeres tienen en esas circunstancias, se acercó a él con la normalidad del caso, sin expresar la efusión que latía en su ser. Oliverio sonrojado y rebosante de alborozo, la saludó emocionado, pero únicamente con un estrechamiento de manos, y le dijo.
       
        - He venido trayéndote este relato, quiero que tú lo leas -. Ella, henchida de regocijo lo recibió y le dijo conmovida.

        - Muchas gracias Oliverio, hoy mismo lo leeré. Dime y tú, ¿has venido por unos días o te quedarás aquí?

        - No, yo trabajo en Oruna y sólo he venido a verte para entregarte estas páginas, y hoy mismo me regreso en el último tren.

        Él, que en las cosas del corazón era casi integérrimo, sin más alegorías se despidió enternecido besándola en la mejilla, sin dejar de expresar el cariño latente que guardaba en su interior. Y se retiró feliz por haberla visto y porque sabía que ella volvería a recordar lo que vivieron; y por otro lado, se retiró triste pensando en que ya no la volvería a ver, y porque ambos seguirían viviendo en mundos diferentes. Pensaba casi hablando. - Una sola vez se vive y una sola vez se muere, y también una sola vez se pierde el amor.

       Y verdaderamente, Amalia y Oliverio habían perdido el talismán más preciado que es el amor, y ahora van por rutas diferentes como dos hojas de otoño que acarrea el vendaval. Ellos habían dilapidado el valor sublime de lo que al comienzo nació, dejaron pasar mucha agua turbia bajo su propio puente, y las relaciones que se llevan así, tienen consecuencias desdichadas.

       Amalia, salió de su trabajo, guardó el Diario en su alcoba y después de realizar las atenciones del hogar, se encerró a leer aquellas páginas que describían los años más bellos que pasó con Oliverio, y antes de terminarlo, sus lágrimas mojaron esas hojas descoloridas por los años. Luego buscó un cofre que tenía oculto y del tapiz interno de esta reliquia, sacó la fotografía de Oliverio, del joven que una vez quiso con frenesí y que hoy volvía a buscarla con la misma ternura de ayer, miró su rostro en la foto, cerró los ojos y pensó en aquel hombre que había vuelto acaso tan inesperadamente; sin embargo hubiese querido preguntarle de su vida, decirle que se quede, o tal vez volver a empezar. Eran  las ocho y media de la noche, y llevada por una decisión íntima, tomó su cartera, salió de su casa y en un automóvil se dirigió a la estación para alcanzar a Oliverio; al llegar a los pórticos, sintió las campanadas en señal de partir, se abrió paso entre el gentío, trató de ubicarlo recorriendo con la mirada los ventanales del tren, pero por el brillo de los cristales, no pudo ver con claridad; en cambio él, desde la claraboya de su asiento la vio aproximarse, y ante la presencia de su imagen, se levantó como un resorte, de un salto bajó del vagón, y al juntarse los dos cuerpos, se abrazaron con toda la energía de los seres que se aman, se miraron un instante y se besaron con ansiedad como si allí comenzara y terminara el mundo, pero en ese instante, entre los chirridos que producía el ferrocarril, sintieron el grito de un niño que se acercaba a los dos:

        - ¡Mamááá!

        Ella entre exaltada y atónita, pronunció suave como para que escuche sólo Oliverio:

        - Es tu hijo.


       Un hombre desde el portón donde se despiden los viajeros, lo vio todo, con el rostro crispado de dolor y amargura, como si la tierra le faltara a los pies, era su esposo.    


EL ECLIPSE

Javier tomó la flecha con cacha de lloque que le hizo su padre, y salió al campo a cazar palomas. En ciertas ocasiones iba acompañado de otros mozalbetes, pero esta vez fue solo, recorría los andenes agazapándose en los montes obstinado en lograr su cometido; de rato en rato una perdiz silbaba en la pradera, y él la rastreaba como un gato montés, y así llevado por la vehemente persecución de las aves, llegó hasta la propiedad de sus padres ubicada en “Lojentaca”, allí apenas cazó una torcaza que distraída en una roca adornaba  la mañana.

        Al cabo de una hora, cuando el sol ascendía dos cuartas de la penumbra, de súbito comenzó a obscurecer. Ante este fenómeno, el chiquillo se vio en apuros, miró los cerros opacos y al levantar la vista al cielo, el sol no estaba, pensó que se había regresado para ocultarse tras las colinas, y todo a su alrededor se tornó nebuloso como una noche de luna.

        Al frente se erguía el torvo y elevado cerro “Cajena”, sus abruptos y roídos peñascos daban el aspecto de enormes féretros que podían desprenderse y rodar hasta donde él estaba; a lo lejos divisó el poblado, cuyos techos apenas reflejaban, y la torre con los mojinetes de las casas, semejaban un castillo tétrico y abandonado. Javier, confundido tomó el camino para retornar, anduvo cierta distancia y a su paso se abrió el vacío de la “Quebrada de Lojentaca”; desde el borde miró el silencio tenebroso de sus  oquedades, observó el otro borde del desfiladero y determinó cruzar a la carrera. Se puso la flecha en el cuello y corrió sobresaltado hacia adentro, y cuando estuvo en lo más profundo de la trayectoria, no miró a ningún lado, subió la cuesta empapado de sudor frío, y al llegar a la cima de la otra ribera, escuchó el grito característico de “la cabeza”:

        “Wuacacacaca... Wuacacacaca...”

        Al volver la vista al fondo de esa escabrosa geografía, vio que un bulto negro en forma de cabeza humana, iba quebrada arriba dando vueltas como un ovillo en la espesura de los matorrales, y a la vez, votando chispas como candelillas de fuegos artificiales. Y en este trance ocurrió lo inesperado; el espectro cambió de rumbo y siguió los pasos del pequeño; éste arrancó desesperado hacia la villa, acortando las bajadas y subidas del camino, y cuando ascendía alguna pendiente, miraba hacia atrás y veía que esa imagen lo perseguía gritando, volando y tropezando en las piedras de la senda.

         El pebete arribó a la ciudadela, y al llegar a su casa encontró la puerta cerrada, exasperado empujó y golpeó repetidas veces, y como nadie contestaba, corrió hacia la casa de su abuela Rosalía. En las calles no había un alma, apenas observaba las paredes blanquecinas de las casas y algunos perros que trotaban indiferentes, cruzó las esquinas presuroso y jadeante, y por fin estuvo en la morada de su protectora, de un empellón abrió la puerta y penetró hasta la cocina donde encontró a la veterana; se envolvió en su mantón y gimoteando repitió:

        - ¡Cierra la puerta! ¡Cierra la puerta!

        La anciana pensó que su nieto se había asustado del eclipse, y le dijo.

   - ¿Qué pasa hijo? Esto ahorita acaba, no es nada malo.

        Pero el niño poseído de histerismo, señalaba la puerta como si alguien iba a entrar, y ella que estaba sentada en el poyo frente al fogón, cargando sus ochenta años de vida, cogió su bastón y se incorporó lentamente, salió a observar la calle y allí no advirtió nada, excepto que el resplandor del día, volvía a su normalidad; sin embargo, al sentir un aciago presentimiento, cerró la puerta y la trancó con una barreta, se frotó con las manos sus albos cabellos, y desde la puerta del patio extendió la mirada al cielo y oró devotamente. Terminada la oración fue a preguntar al niño, el por qué se había asustado, él recostado en sus faldas, con el semblante pálido, le contó en suspenso lo que se le había presentado; y ella le explicó:

        - Eso que has visto, es un ave que sale en las noches a buscar luciérnagas, y la candela que derrama, es la sangre que le fluye del cuerpo al chocar en las piedras, porque no mira bien, y esta vez se ha equivocado por el eclipse, pues ha salido de día, creyendo que era denoche.

        Según la creencia antigua, este trasgo inefable que al solo oírlo causa espanto, recorre los caminos para borrar los pasos de quien va a morir.
  
        Javier, después de escuchar a su abuela, en forma inexplicable sufrió un vértigo, y un fluido de sangre le brotaba de la nariz. La anciana con dificultad lo condujo hasta su recámara, y salió preocupada para pedir a un vecino que traiga al sanitario.

        Desde ese día el niño cayó enfermo.

        Don Felipe, su padre, optó por el tratamiento médico, lo hizo ver en el hospital de Arequipa, pero al poco tiempo regresó más agobiado, porque los médicos no diagnosticaron la causa de su mal. De ahí que en su hogar, procuraron aliviarlo con remedios caseros, buscaron al zahorí más famoso, pero éste, después de hacer la entrega a la tierra, les dijo que la curación fue muy tarde. Entonces recurrieron a médicos naturistas, a grupos religiosos; pero en el convaleciente avanzaba la enfermedad. Se quejaba en forma continua, le dolía la cabeza y la fiebre le subía. Su madre prendía velas a los santos de su alcoba, rezaba compungida en el templo, clamando a Dios que alivie a su hijo.

        Pero la naturaleza guarda en las entrañas de la tierra, del agua o el aire, un ser omnipotente, receloso y enigmático que todo lo puede, no se trata de la creencia en Dios, ni en los maleficios del Diablo; es un ser que vive como un guardián invisible en el seno de la existencia, que puede definir el destino de los mortales, cuyo designio, sólo conocen por los efectos que produce. Y esta vez, había mirado al párvulo como su futuro cordero. Javier era un niño hermoso, nacido en primavera, tenía los ojos claros como mares despejados, y sus blondos cabellos volaban sobre su frente.

        Y una tarde que jamás se olvidará en Carumas, la atmósfera se puso gris y áureos rayos rasgaron la torva nube, a distancia los truenos retumbaban en la puna, y en la bóveda plomiza que cubría el cosmos, los relámpagos iluminaban como luces de bengala; del sur arremetieron estruendosos huracanes que retorcían a los árboles bramando como bueyes, tumbaban los maizales y hacían volar los techos de calamina. El cielo cual un cántaro roto vació una desgarradora tormenta, una lluvia de granizo que caía como cascajo, y frente al cerro “Marca Collo”, el aguacero se veía como un tejido de maromas extendido en el espacio. La gente aterrada se refugió en sus casas, y el estrépito de los techos sonaba como la descarga de una artillería. Los que vivían en el campo se cobijaban en las grutas, y hasta los furtivos jumentos se guarecían bajo las frondas. Los pobladores se alarmaron como si esto fuera el juicio final. Por fin calmó la tormenta y cuando se despejó la borrasca, se escuchó el doble luctuoso de las campanas, su melodía vibraba en los aires, faldeaba los cerros y se iba por los caminos, llegaba a las aldeas y entristecía a los labriegos, sobretodo su llamado se acentuaba en los parques y veredas del pueblo.

        Javier había muerto.




ANIQUILINA
        En el pueblo se hablaba sensacionalmente de Aniquilina. Era para todos una mujer desconocida, nadie supo de dónde vino, ni qué se apellidaba. Vestía con un corpiño y polleras descoloridas, llevaba un sombrero blanco en forma de campana, y usaba hojotas frágiles en sus pies endurecidos; sus cabellos le cubrían ambos lados de la cara; tenía los ojos tristes, claros y vacíos, como si no miraran, y sus mejillas parecían dos hojas de buganvilla tostadas por el sol.
        A veces se paraba silenciosa en las esquinas, y a la hora del aguacero, bajo los balcones de las casas. Los niños la observábamos de lejos, pero ella no lo notaba, o le era indiferente; la mirábamos como a un ser raro, diferente a las otras mujeres del lugar.
        En una bocacalle, frente a varios pobladores que observaban a Aniquilina, una señora comentó: "Esa mujer no es loca, dice que trabaja, con las mujeres es seria y con los hombres coqueta”, y otra dijo: “Le gusta las guaguas y quiere arrebatarlas de las muchachas que las llevan". Mientras tanto la loca, en ese momento, se lavaba la cara y los pies en la acequia que cruza el centro de la plaza. De ahí que la gente por mucho tiempo, recibía el agua, más arriba de la glorieta.  

        Una mañana se presentó en mi casa y como las puertas estaban abiertas, sin hacer ningún llamado, penetró hasta la cocina donde estaba mi madre. Parca y solícita le dijo.

   - Siñora, querer trabajar, ondestao ha terminau faina.

        - ¿ Y dónde estuviste?

        - Estao iscogiendo papa onde Agrián Alvarau.

        Mi madre asintió.

        - Quédate hija, descarga tu atado y aquí sólo me ayudarás a cocinar.

        Su labor era conocida. Traía agua de la acequia que pasaba por la huerta, y pelaba papas casi a diario, a veces molía granos, y cuando salía del hogar, se perdía en una quebrada cercana al poblado, y después de unas horas regresaba con un tercio de leña.

        Al caer la noche, mientras las gallinas iban a sus gallineros, ella calmosamente se trasladaba a su recinto. Y al amanecer, era quien primero se levantaba, a barrer los ambientes.

        Una vez para observarla, subí a la pared que divide la cocina y el patio, pero en ese momento, no estaba en el tronco donde se sentaba a cumplir su labor, vino de la huerta trayendo un balde de agua, lavó el batán fijado al pie del muro, y sin advertir mi presencia, se puso a moler guñapo[1], y cuando molió un poco, tomó un puñado y se lo comió crudo, molía otras porciones y se engullía manojos de la harina, pero cuando alguien se aproximaba, no comía. Terminó su trabajo y después que se retiró, bajé conmovido a contarle a mi madre, pero ella al escucharme, se sonrió como si aquello yo lo hubiera inventado. Una señora que escogía arroz en la mesa, le dijo.

        - No puede ser, los chiquitos a veces hablan por gusto.

       Yo repliqué. - Sí, mamá, ha comido crudo, varias veces.

        Y volvió a hablar la señora.

        - Capaz siempre doña Gerarda, el niño ha venido asustado, y le iba a decir que a esa mujercita la noto media rara.

        Mi madre cerró el tema diciendo.

        - No creo, pero voy a vigilarla.

        Desde esa ocasión, yo la miraba más, pero disimuladamente.

        Después de unos dos meses de lo que llegó, un día la vi pálida frotándose la frente; y al anochecer, se dirigió a su dormitorio, callada y lastimosa. Yo me preguntaba: ¿Irá a dormir, a hilar?, pero no tenía lana, caito, ni rueca, como otras mujeres que venían de las alturas.

        En realidad la opa estaba gestando y claramente se notaba la prominencia de su vientre, y por ello la gente rumoreaba: “Qué bandido se habrá aprovechado de esta loca”

        Pero una noche, ante los sobresaltos de mi madre, me desperté cuando le decía a mi padre.

        - ¿Oyes Armando? ¿De dónde llora esa guagüita? Creo que es del cuarto de Aniquilina; esta chola de buenas a primeras se ha presentado aquí, había venido en estado, y sólo Dios sabe para qué forajido será el hijo. ¿Vamos a verla? -. Pero como pronto cesó el llanto, mi madre creyó que era el bebé del vecino, y afirmó.

        - Es el hijito de don Fidel.

        Y todos nuevamente conciliamos el sueño; pero en la madrugada, sucedió algo inesperado. Aniquilina se había levantado más temprano que de costumbre, y en lugar de ir a llenar las tinajas de agua, fue a la puerta de calle, diciendo.

        - Ya me voy siñora -, y cuando se aprestaba a salir de la casa, mi madre le replicó.

        - ¡Espérate! Voy a darte algo para que te lleves.

        Pero ella contestó.

        - Voy así nomá siñora, hi soñau mal.

        Mi madre recordando el llanto de la media noche y pensando en la extraña actitud de la mucama, salió en un santiamén y la tomó del atadijo que portaba en la espalda, y cuando ella volteó para jalar su bulto y escaparse, su boca estaba manchada con sangre, tan semejante a un felino que acaba de devorar su presa y mira aterrado como si lo acosaran.

        Mi padre al oír el forcejeo y el grito espantoso que dio mi madre, salió al instante y con una mano le desbarató el fardo, con la otra la agarró del brazo, y de un jalón la puso en el centro de la habitación. Estando el envoltorio en el piso y la monstruosa mujer atrapada, mi madre descubrió el bulto y allí estaban los restos del recién nacido, parte de sus miembros, y su cabecita todavía intacta. Mis hermanas y yo quisimos observar el feto, pero mi madre lo envolvió en la manta y ordenó a mis hermanas.

        - ¡Vayan inmediatamente a dar parte a la policía!

        Sin mucha demora vinieron dos Guardias y apresaron a Aniquilina; el Sargento Burgos, un trujillano de ojos claros y rostro colorado, cuyo trato era muy cordial en la localidad, serio y confuso destapó los trapos ensangrentados, y al ver al niño triturado, con el cuerpo exánime, dijo:

        - Lleven a esta loca al calabozo y llamen al Juez para que venga hacer el levantamiento del cadáver.

        Terminó de contemplar los restos del engendro y cubriéndolos nuevamente, se quedó pensando en aquel hecho descomunal. Antes de irse dijo a mi padre.

        - Fíjate Armando, cómo esta demente ha tenido gracia para tener hijo y todavía, comérselo; pero ésta ni siquiera va ir a la cárcel, sino al manicomio.

        Mi padre frunció el ceño y agarrándose la cabeza expresó.

        - Pobre angelito, cómo sufriría al momento de morir.

        El Sargento se fue al Puesto, y al llegar le avisaron que la loca se había desmayado. Uno de los subalternos se burlaba.

        - Seguro le ha hecho mal la guagua.

        El Superior ordenó al Sanitario de la Policía, que le preste el auxilio necesario. La trasladaron a otra celda más limpia donde le hicieron las atenciones médicas, y allí la dejaron en una tarima antigua, acostada sobre pellones y tapada con frazadas que dejaron de usar.

        Mientras en mi casa, el Juez dictó el acta de levantamiento del cadáver, firmaron el documento y se despidieron de mis padres.

        Por la tarde las campanas repicaban como en día de fiesta, porque así era la costumbre cuando un niño moría. Un contingente de acompañantes dio una vuelta en la plaza al pequeño ataúd, el Cura le echó la bendición en la iglesia, y lo condujeron al cementerio para sepultarlo. Alguien donó una loza con la inscripción, "ANIQUILINO 14 DE ENERO DE 1956", la colocaron en la cabecera de la tumba, y desde aquella vez, no falta al pie de esa piedra, coloridos ramos de flores en la soledad del camposanto.

        En la noche todo volvió a la calma, y en los hogares comentaban lo acontecido. Sólo que en la habitación donde pernoctaba Aniquilina, algo sucedía. Despertó después de dormir unas horas y lo primero que vio, fue el plato en que le trajeron comida, el cual brillaba nítidamente con la luz de unos rayos que se filtraban por el techo. La noche era clara y frígida en la vastedad del valle. La loca comprendía que estaba encerrada en ese cuarto destartalado, cuya puerta se aseguraba con un alambre delgado y un minúsculo candado; pero además había un centinela que custodiaba el Puesto, era una perra de gran tamaño con fama de mordedora.

        La loca se levantó sin pensar en su estado, sino en el lugar donde se encontraba; husmeó por las ranuras hacia afuera, y se percató que el entorno discurría en completo silencio, era la hora en que todos duermen; jaló la puerta y al no ceder ésta, se puso a cavilar buscando la forma de salir. Tomó un travesaño de la endeble tarima, lo colocó en la fisura del alambre y el marco, y agarrando la barra de la parte superior, tiró con toda su fuerza hacia atrás, y al romperse el alambre, cayó de sentaderas; al instante, la perra ladrando con ferocidad, arremetió a la celda para devorar a la peregrina, pero no pudo ingresar porque no se abrió la puerta. Aniquilina pensó que con la bulla se despertarían los Guardias y ya no podría escapar; entonces abrió un poquito la hoja de madera, y sacó una mano para que el animal la muerda, cabalmente el canino clavó sus colmillos por ambos lados del puño; ella con la otra mano le tomó el hocico, y montándose en el lomo, trató de abrirle las mandíbulas, pero la bestiecilla pataleaba y mordía con toda su fiereza; al fin, la loca con sus manos sangrantes logró abrirle las quijadas hasta zafarle el vértice, luego la arrastró hacia una esquina donde estaba la letrina, y de un empellón la tiró hacia adentro, para que termine de morir.

        Con todo lo ocurrido, y para suerte de la antropófaga, nadie había despertado, ni tampoco la habían visto; sólo los mulos que tenían en el caballerizo, miraron la escena con las orejas alertas. Justamente por allí debía huir violentando el cerco con cactus, trepó hasta la parte superior poniendo las manos donde no había espinas, de igual manera puso los pies en las piedras que le servían de estribos, y aunque clavándose en las piernas, saltó al exterior, a la vereda de la plaza.

        Ya libre, miró el ámbito despejado que brindaba la luna, dio un suspiro profundo y se encaminó hacia el límite del cerro "Cajena", que bajo el resplandor del cielo, lucía blanco en sus cumbres y oscuro en sus fauces; llegó al final de la calle donde comienza el camino, allí se sentó desvalida, se envolvió la mano con una tira de su pollera, se sacó las espinas de las piernas, y tomando de la acequia unos bocados de agua, se fue con dirección a las colinas, por donde sale el sol.

        ¿Se iba sin destino? ¿Su afán sólo era esconderse en el monte? A cierta altura abandonó la senda, y escaló el picacho por sitios inaccesibles, y bajo grandes rocas, en una cueva de animales salvajes, decidió acomodarse para esperar el día que faltaba poco para avizorarse. Ya recostada, mirando desde esa cima la maravilla del firmamento, se quedó dormida.

        Rompiendo la alborada, el Guardia de servicio se levantó a hacer la limpieza; pero al ir al aposento donde estuvo Aniquilina, se dio con la sorpresa que la demente había fugado, vio las manchas de sangre rociadas en el patio, y por las huellas de la pelea, descubrió que la perra fue metida a la letrina donde la vio estirada en el excremento, todavía vio sus ojos fijos en la claraboya, mostrando los caninos con la boca abierta. Se propuso seguir los rastros de la fugitiva, pero éstos se perdían en el rebaño de los equinos. Advirtió el hecho a los otros Guardias, y ellos de inmediato salieron de sus alcobas a ver lo acontecido, alisaron sus correajes y siguieron la pista hasta la última esquina donde la indómita se vendó las heridas. El Sargento envió dos efectivos para que sigan rastreando, pero esto fue inútil porque el camino se había inundado. Regresaron desconcertados y prosiguiendo la búsqueda, tomaron un prismático y desde la cúpula de la iglesia revisaron los atajos, roquedales y praderas, y hasta las mismas cuevas donde había descansado, pero aparentemente todo se tornaba quieto, silencioso y vacío. Por lo que terminaron pensando que se habría marchado a la cordillera, y así manifestaron a los pobladores. Yo en mi juicio de niño, pensaba en sus pasos, en su viaje errabundo; me paraba en el batiente de la puerta y contemplando los cerros, me la imaginaba yéndose por esos lares, a donde no alcanza la mirada.

        No pasaron aún dos días, cuando nuevamente se hablaba que la vieron bajar de la altura, y que en las parcelas se comía el maíz y las habas. Los dueños de las plantaciones, se quejaron a la Policía, declarando que la loca seguía haciendo perjuicios, y  que era un peligro sobretodo para los niños.

        Antes que la Policía tome las medidas del caso, los moradores se reunieron en la plaza, y acordaron seguir sus pasos hasta encontrarla y si es posible inmolarla. Después de la reunión, se dirigieron a las faldas del "Cajena", donde siempre la veían. Registraron los daños que había hecho, y al borde de las chacras, una señora portando en la espalda un tercio de alfalfa, muy asustada se acercó a la comitiva y dijo.

        - ¿Ustedes han salido a buscar a la loca? ¡Ahorita la he visto en la quebrada de Lojentaca, deben ir por ambos lados!

        Efectivamente, fueron por ese sitio hasta darle alcance, y desde las bandas del riachuelo le arrojaron piedras, y ella al darse cuenta que estaba acorralada, corrió hacia la pendiente; y cuando ellos creían tenerla cercada, a su paso encontraron matorrales y  peñascos que les impedía seguir adelante; algunas piedras rozaron el cuerpo de la loca, pero al parecer, no le hacían mella. Ya comenzaba la noche y por precaución no se atrevieron a escalar el "Cajena", en cambio la loca subió con facilidad el escarpado montículo, y desde lo alto hacía rodar piedras. Los perseguidores retrocedieron cierta distancia y desde allí la miraban moverse en las sombras de la tétrica montaña. Finalmente, retornaron con la idea de volver armados al siguiente día.

        Este plan se cumplió, inclusive con participación de los policías, pero cuando arribaron a la cumbre y vieron las distancias extendidas tras de los cerros, no había ni sombra de la indomable. Regresaron afirmando que ahora sí, se fue del todo.

        Realmente Aniquilina se había marchado. Pero, ¿a dónde habrá ido? Muchos pensaban que en cualquier momento volvería.

        Lo cierto es que tramontó los nevados, y siguiendo la ruta del volcán "Tixani", se fue hacia las planicies desoladas del Altiplano. Andaba por los sectores de "Titiri" y "Chilota". Dormía en las cabañas ocultas y abandonadas, en el día merodeaba por las chozas, y cuando advertía que sólo había mujeres, entraba sin permiso y en forma halagüeña pedía comida, y después se alejaba dejando un misterio detrás de sus pasos.

        Pronto en las cercanías de "Chilota" desapareció una niña, los pastores confundidos trataban de explicar este hecho, y sin muchas conjeturas, lo asociaron con la extraña aparición de la vagabunda.

        Los padres de la niña, suplicaron a los vecinos, reunirse para buscar a la desconocida, que  para todos era un enigma.

        Las señoras que hablaron con ella, decían:

        - No ser gente, ser condenado, solo viene en mala hora, de día cuando no hay nadie, y de noche llora bajo la luna.

        La buscaron durante varios días, pero se hizo humo, tampoco había rastros, porque la lluvia los borraba.

        Una tarde, aquellos hombres de rostros obscuros, con chullos y sombreros, envueltos en sus ponchos, miraban las distancias, y en la lejanía escucharon un llanto, el cielo estaba grisáceo y las nubes avanzaban como merinos gigantes, por lo que no precisaban de dónde venía el gemido. Pero luego, uno de ellos alertó.
       
        - Está en la pampa de "Toro Bravo", y viene hacia nosotros ¡Vamos a lacearla!

        Enrolaron los zurriagos para atraparla. Comenzó un viento helado y la nevada caía como bellotas de algodón. De entre las briznas asomó una mujer descalza, vestida de polleras y tapada con una liglla, los miró por una abertura de la manta; primero algo consolada, pero al verlos con los lazos prestos a atacarla, volvió a llorar angustiosamente. Al tenerla rodeada, propaló un campesino.

        - ¡Con que ésta había sido el condenado no! – y mirándola amenazante - ¡Ahora vas a ver carajo!

        De inmediato la ataron, y a fuetazos la condujeron hasta la casa del padre que perdió a su hija. El mismo que la amenazó, subió a un altozano y con voz detonante arengó a sus congéneres.

        - ¡Salgan, vengan a ver al condenado! ¡Vamos a quemarlo! -. Los oyentes que vivían en las inmediaciones, acudieron al llamado.

        Mientras la prisionera pugnando por desatarse imploraba entre sollozos.

        - ¡Yo no soy eso taita, no ser nada, nadaaa!
       
        La nevada había cesado y los campesinos fueron a traer leña, la amontonaron en una apacheta, allí plantaron una cruz donde colgaron a esa joven que a pesar de sus gritos y súplicas, para que no la maten; los ejecutores no se inmutaron. Prendieron la gavilla, y entre agónicos clamores y angustiosos forcejeos, murió quemada aquella moza, que no fue Aniquilina, sino una pastorita algo retardada, que por la espesura de la neblina, se había extraviado en las estepas de la altipampa.

        Este hecho dio lugar a un juicio que inició el patrón de la muchacha, sobretodo por los ruegos de sus padres, y las alpacas perdidas en la tarde del crimen; acción que interpuso en contra de los homicidas; las autoridades judiciales les abrieron instrucción, pero con orden de comparecencia, razón por la cual, los responsables del delito, andaban libres y se mofaban de los agraviados. El proceso duró más de dos años, y al final, el Juez expidió sentencia, absolviendo a los autores, “por falta de pruebas”.

       Mientras Aniquilina continuaba haciendo fechorías, en el día permanecía bajo las sombras impenetrables del "Puente Bello", maravillosa estructura que formó la naturaleza, allí desemboca una amplia represa donde unas rocas en forma de santos, dan la impresión, que antiguos anacoretas cruzando el vado se convirtieron en piedra. En aquel entonces no había carretera por la superficie del puente, estaba sembrado de zarzas y yaretas; la concavidad de su interior tenía el aspecto de una pequeña catedral, el subsuelo escupía agua de colores a altas temperaturas, cuyo vapor salía por unos tragaluces, y desde el fondo se oía un estruendo que causaba pavor. Sin embargo, Aniquilina, en ese lugar sombrío pudo encontrar sosiego, pensó que en ese recinto estaría imperturbable. Sólo que ahí, no pernoctaba, porque había copos de nieve que refrigeraban el ambiente.

        Pero un día desafortunado para la loca, a la hora del crepúsculo, cuando salía de su escondite, los pastores que ya descubrieron su paradero, la rodearon armados con flagelos, piedras y garrotes; y ella, con el instinto y la sabiduría del que no quiere morir, resolvió no oponer resistencia. La lacearon y la amarraron como a un toro salvaje, así la condujeron hasta una loma de caserones vacíos, y en una cadena con anillo de hierro, la aseguraron de la muñeca.

        Ella no decía nada, no lloraba ni se quejaba.

        El mayor de los campesinos, ordenó.

        - ¡Ya, junten leña y hagan una cruz!

        Aniquilina que intuía lo que se proponían, miró en forma penetrante al hombre que dio la orden, y dijo.

        - Hoy no diben matarme, Dios me mandao rodar así, y faltarme un día pa complir castigo.

        Al escuchar atentos esta declaración, se consultaron mutuamente, y decidieron quemarla, antes que amanezca. La cadena que estaba atada, la anudaron a un tallo, y la argolla del terminal la unieron con un candado al eslabón respectivo, de tal manera que la loca no pueda soltarse. Encendieron una fogata, y alrededor se recostaron vigilando a la cautiva, aunque después de unas horas, se quedaron dormidos.

        Antes que irrumpan los rayos violáceos de la madrugada, despertaron solícitos a ejecutar lo acordado; pero cuando fueron al tronco donde amarraron a Aniquilina.

        Ella no estaba.

        Solamente cerca al anillo de la cadena, encontraron su mano aún vertiendo sangre. No fue tocada por nadie; los hombres se quedaron estupefactos. Cayó la luz del sol y trataron de buscar la huella de sus pasos, pero de pronto vieron que un águila, con torvo zumbido bajó como un rayo y tomó en sus garras la sangrante mano; y cuando ellos gritaron queriendo detenerla, ya el ave se había elevado, y se fue por el azul del cielo, remontando los nevados, la claridad del espacio y la enigmática cordillera. Desde ese día, no se volvió a saber más de Aniquilina.



[1]. Guñapo: Maíz preparado para hace chicha.                                           


                                             EL CHALZO GRANDE

No entiendo y no estoy seguro de creer en el pecado. Quizá haya sido un pecado matar el pez. Supongo que sí, aunque lo hice para vivir y dar de comer a mucha gente.
                                             
                                                Ernest Hemingway
                                           I

        Frente al  pueblo de Carumas, por el límite donde se oculta el sol, en la cumbre del cerro Saclaque, creció un árbol muy grande y coposo; tenía como fondo el tul del cielo, y su única compañía era el camino que serpentea de Carumas a Moquegua y los abruptos peñascos de su entorno; su grosor era la medida del abrazo de dos hombres, que al rodearlo apenas tocaban las puntas de los dedos, sus ramas se trenzaban como los garabatos de un niño, esbozando manchas oscuras por lo tupido del follaje; en tiempo de aguas lucía más lozano y más verde, y cuando el aguacero azotaba torrentoso servía de paraguas a los peregrinos. Su sombra a la hora del calor se dibujaba en el empedrado del camino, brindando la frescura y el aroma de sus hojas al que descansaba a sus pies. Este árbol se llamaba Chalzo Grande, apelativo de  don  Fáctor, el  leñador.

        Se acercaba Semana Santa y ese año se sufrió una gran sequía, y aquel compañero de los viajeros no estaba frondoso como en años pasados; sus ramas estaban secas y las hojas marchitas las podaba el vendaval, hasta los nidos fueron abandonados, y sólo quedaban vestigios de las aves que cantaron en su seno. Algunas de sus raíces asomaban en el pasto calcinado, y bajo los tallos rojizos y descascarados, había una piedra que semejaba un sofá, donde los caminantes descansaban después de escalar la cuesta de Yalamonte. Pero ahora, allí nadie se sentaba a limpiarse el sudor y a contemplar la hermosa campiña de Carumas, porque en aquel descansadero ya no había sombra, sólo el sol tostaba la blanquecina piedra y las hojarascas del suelo miraban hacia arriba los tallos donde bramaron meciéndose con el viento.

        Por aquel entonces no había luz eléctrica, la leña y el estiércol del ganado vacuno hacían de combustible, de ahí que don Fáctor, se dedicaba a trozar queñuos en cerros lejanos, hacer tercios de leña y cargarlos en sus borricos para  venderlos en el pueblo.

        Don Fáctor era ancho y macizo como el tronco de un yunque, tenía regular estatura, lucía un sombrero habano que le cubría las canas, su tez era color de la greda, resaltando en el semblante sus grisáceos ojos de mirar bondadoso, y hablaba con voz grave cual la sexta de una guitarra; todo lo que le daba el aspecto de un hombre sensato, de alma transparente, serena y febril. Tenía la reciedumbre del labriego de buen temple, y no obstante su incipiente instrucción, sus actos demostraban los valores de moral y equidad; y cuando se compenetraba en sus rudas labores frente a la naturaleza, manifestaba su noble voluntad de hierro. Solía pararse al borde de su chacra, a lado de unos árboles, taciturno como otro árbol, en las bandas de Cayunvaya, donde se deleitaba con el revoloteo de las golondrinas que volaban sobre los trigales. Pero esta vez estaba cerca al cementerio, en la ribera del barranco de Livaya, observando el camino que conduce al lugar donde se alzaba el  Chalzo Grande. Pensaba: “Si de él hago leña. ¿Protestaría la gente? Pero ahora está seco, de allí pueden salir unas cinco cargas. Aunque creerán que en tiempo de lluvias reverdezca, y me criticarán”. Después de discurrir un instante dijo para sí, “total ese árbol es del Estado y al fin de nadie, porque está al borde del camino, y últimamente pocos transitan por ahí, además me urge tener unos reales para la Semana Santa”. Y así decidió  hacer leña de aquel árbol. El hombre cuando encuentra justificación para delinquir, oculta su remordimiento y se siente triunfante desde que resuelve perpetrar el acto.

        Esa noche se hizo hacer el fiambre con su esposa Angélica, y a eso de las  dos de la madrugada, salió de su aposento, miró el cielo y los techos que se extendían a su vista, y decidió partir a esa hora, puso los aparejos en dos burros que tenía en el establo, y llevando consigo tres más que fletó, lió en uno las reatas y el hacha, montó en otro y se puso en marcha, dejando el tropel de los jumentos en las calles empedradas del pueblo, tomó el camino de Sicsige y se dirigió al sitio donde palidecía deshojado aquel árbol. Al tramontar las cumbres de donde se divisa el volcán Ubinas y los oteros que lo circundan, contempló meditabundo las argentinas nubes que inundaban las quebradas aclarando la noche.

        Antes de avizorarse la alborada, estuvo en la meta. De primera intención hizo una fogata para alumbrarse, se sentó en un aparejo a masticar coca y fumar un cigarro, y mientras exhalaba las bocanadas de humo, miraba de abajo hacia arriba la estatura del árbol, pensando en la forma cómo debía talarlo. En ese instante, entre los matorrales asomó un zorro clavando sus ojos como reflectores en el leñador, éste se quedó frío, con sus sesenta años posados en la piedra de donde no podía pararse, sólo después que el intruso desapareció, apenas pudo incorporarse, y cuando quiso seguirlo, fue más grande su asombro al ver que no se movía nada en ninguna parte. El viejo desconcertado, caviló un momento sobre el misterio de aquella aparición, y tomando aliento se quitó el poncho, cogió el hacha y empezó la faena; generalmente cortaba los árboles al amanecer, pero esta vez, comenzó a esa hora para que nadie lo viera; al tajar los tallos, sentía vergüenza y remordimiento, comprendiendo lo ilegal de su actitud. Nerviosamente derribó al enorme mauzo, y cada vez que pulsaba el hacha cuyo filo hería al madero, le parecía sangre la savia que brotaba de sus vértebras; sin embargo, trozó cada palo y formó exactamente las cinco cargas que había calculado.

        Cuando el sol irradió las puntas de los cerros, ya todo estuvo listo; ha podido contar con la ayuda de sus hijos, pero prefirió hacerlo solo, le bastaba su fuerza y su destreza; cargó cada tercio en el lomo de los burros y dándole al último una palmada en el anca, les habló con obsequiosidad:

         - Vamos compañeros, al llegar les daré un premio. Desató de un mantel el fiambre, y mientras comía, los arreaba con estima, hablándoles en voz alta a manera de sermonearlos, para que bajen con cuidado la pendiente pedregosa del camino.

        Y en la altura donde lió la leña, sólo quedó el tronco mutilado, junto a la piedra que sirvió de solaz a los caminantes.

        Los jumentos caracoleaban en la bajada apurando el paso, ya que tenían sed, y desde adentro salía el rumor del agua que se agolpaba en el río. En tanto el leñador, sumido en su reproche, miraba al frente los techos de calamina que reflejaban como espejos, y abrumado de rubor observaba el pueblo, sintiéndose responsable del bien que lo despojaba, en la tibieza  de esa mañana espléndida de sol.

        En el trance de la ruta, un viandante le preguntó: - ¿De dónde regresas tan temprano y todavía con cinco cargas?

        ¡De una veta que tú no conoces! - Contestó en forma bonachona delatando una fingida seguridad.

        Pero otro que sabía el origen de donde provenía la leña, le dijo. - ¿Qué has hecho Fáctor, la gente te va a linchar, o te van a mandar preso!

        Él, justificándose, afirmó. – El árbol mejor sirve para cocinar un rico chuño frito; las cosas no son para mirarlas, sino para aprovecharlas.

        Al llegar al pueblo, lo abordó una autoridad del Municipio para increparle:
        - ¿Por qué has tumbado el Chalzo Grande, acaso no sabías que ese árbol era como la casa de descanso para los viajeros, y hasta para ti mismo?

        A lo que el viejo respondió: - Hoy en día casi nadie viaja a Moquegua por camino de herradura, todos lo hacen en carro. Yo que no tengo muchos recursos, cuando me urge voy en camión -. Generalmente don Fáctor iba a Moquegua, a pie, y a su retorno, caminaba toda la noche, portando en la espalda un formidable atado con una serie de trebejos, entre ropa, víveres, y alguna sorpresa, como es un radio, que una vez trajo y colmó de alegría a sus retoños.
   - ¡Pero ese árbol era del pueblo! - Enfatizó el municipal.

        Al llegar a la villa, descargó los borricos en la puerta de su morada, luego de almorzar, por la tarde salió a ofrecer la leña, pero nadie quiso comprarle, porque sabían que provenía del “Chalzo Grande”. Y cuando retornó de la calle, exclamó frente a su esposa:

        - ¡Qué desgracia ésta tan desgraciada! Angélica, tanto sacrificio y para nada, nadie quiere comprar ni una carga.

        Sólo Acisclo, un próspero comerciante, al enterarse que Fáctor tenía leña, fue a buscarlo, y le propuso:

        - Te compro las cinco cargas, pero me das a un precio cómodo, porque sé que has traído de un sitio prohibido, y si no te libras rápido de ellas, esa tierra te va agarrar.

        El comerciante le compró la leña, porque a él nada le importaba el significado del árbol, y dada su edad ya no volvería a transitar por allí. Hecha la transacción, el  leñador se quedó en parte aliviado porque ya tenía para pasar la Semana Santa.

        El acto del labrador fue muy cuestionado por los vecinos de la localidad, el Alcalde convocó a un cabildo en el Municipio, y en esa reunión, el Gobernador asediado por el clamor de los asistentes, pidió enfáticamente que se aplique una sanción al infractor. Algunos opinaron que por ser la primera vez que había  agraviado al pueblo, se le castigue con un arresto de 24 horas en el calabozo de la Guardia Civil. La mayoría asintió  el pedido.

                                           II

        Al día siguiente, era Jueves Santo, dos efectivos de la Policía, tocaron la puerta del denunciado, al salir éste, le mostraron la orden respectiva y lo condujeron al Puesto de la Guardia Civil. Él no puso resistencia, sabía lo acordado en el cabildo.

        Pero, lo peor que le sucedió en ese trance, fue que cumpliendo la detención, el Sargento le ordenó que salga a baldear la plaza; le era tan vergonzoso rociar el empedrado de la calle que hasta grama le había crecido por tanto riego que recibía de los presos. La gente lo miraba de las esquinas comentando con cierta mofa y compasión. Al alzar el agua de la acequia en la plaza, recapacitaba: “Creo que he debido traer la leña de cerros más lejanos”. Y hablaba para sí, - tanta cojudez por el arbolito, pero ya está hecho carajo -. Lo decía a  manera de lamentarse.

        Cumplido el tiempo de la sanción, ordenaron su libertad, pero el detenido solicitó.

- Por favor mi Sargento, sólo deseo irme cuando caiga la noche.

        Para una persona como don Fáctor era ignominioso pasar estos avatares. Pensaba que al salir de día, todos lo mirarían. Mas aún que por Semana Santa, ese viernes llegaron tres frailes, un español y dos mestizos, de esos que llevan sotana café con capucha en la cabeza, y que en lugar de zapatos usan sandalias, lo que les da ese aspecto de misteriosos cenobitas; hecho que ocasionó la convergencia de una muchedumbre en la plaza, desde que los vieron bajar de Torrine, hasta que arribaron al pueblo, donde se santiguaron haciendo ademán de besar la tierra. Los adultos y los niños los observaban con admiración y hasta con devoción. Frente a la iglesia, el monje que guiaba el peregrinaje, luciendo su barba blanca y mirando a los de su entorno con sus ojos azules y vacíos, habló a la multitud sobre las vicisitudes del viaje, lo hermoso del paisaje, y frases sobre la redención, siempre mostrando su amable sonrisa aún completa para su edad longeva. Conversó con las Autoridades de la localidad, y los tres monjes se trasladaron a la Casa Cural que les sirvió de alojamiento por los días de Semana Santa.

        De todo lo ocurrido se percató don Fáctor, viendo el espectáculo por entre los espinos que crecieron sobre la pared del patio Policial, lugar donde estuvo hasta que las imágenes de la tarde se tornaron borrosas por el advenimiento de la noche; hora en que salió del Puesto y fue a su casa auscultándose entre las sombras por atrás de la Sacristía. Cuando atravesaba la plaza, sintió el repique de las campanas que llamaban a misa por la muerte del Señor. Esa vez, se llenó la iglesia de feligreses como en la fiesta del 8 de diciembre en que vienen de pueblos aledaños y de ciudades lejanas por devoción a la Virgen. Los tres frailes celebraron la misa, el más joven, un moreno gordiflón cantaba en latín. Después de los sacramentos, el de rasgos germánicos, subió al púlpito y dio un extenso sermón que conmovió a los fieles, a quienes por momentos trataba de herejes, increpándoles que se casen por iglesia para no vivir como animales, etc. Terminó ordenando que acabada la misa, todos saldrían en procesión con la urna del Señor, y en señal de penitencia cargando una cruz, hombres y mujeres, ancianos y niños, para redimirnos del pecado. Concluido el  acto litúrgico, cada cual fue a su casa a traer el madero.

        En mi hogar se hizo lo propio, mis padres y mis hermanos, todos habían alistado una cruz aparente a su contextura. Mi padre que era alto y fuerte como Benvenuto Cellini, ya que también como este orfebre tuvo que ver con la fragua y el yunque, la construyó de los macizos palos que luego serían las vigas de la casa; así mismo, mi vecino Robinzón la hizo de maguey verde para que sea pesada, mis hermanos y yo las hicimos de los tueros pequeños que sólo servían como leña. Frente a la iglesia los pobladores con los maderos en el hombro se reunieron para iniciar el peregrinaje; las damas iban por delante portando cirios y entonando canciones de alabanza, con esa triste melodía que se eleva al cielo y que el niño nunca olvida. Los franciscanos en cada esquina donde había un altar, daban un sermón y repetían:

        - Queridos hermanos, en la primera caída, Jesús ha llorado. ¡Arrodillaos, besad la tierra y llorad¡ -. La caterva plañía contagiándose los lamentos, sobretodo en el encuentro de la Virgen de los Dolores con Jesucristo, en que se hacen las tres venias, lo que resulta difícil para los que portan las andas, porque tienen que arrodillarse y levantarse tres veces, soportando la gravedad de los iconos que pesan como si fueran hechos de plomo, que hasta lastiman los hombros. Era la ocasión para que las hetairas y abandonadas giman atribuladas suplicando indulgencia. Así recorrimos las calles del poblado, y terminada la mística romería, retornamos a la iglesia. Allí todos lloraban con mayor aflicción y se abrazaban en convulsionado griterío. Viendo la escena, yo no me explicaba el porqué de tantos clamores y de tanto arrobamiento, como si hubiésemos cometido un acto descomunal y Dios se negara a escuchar nuestra plegaria. Pregunté a un compañero, el porqué lloraban así; pero este me dijo que tampoco comprendía. Otro vino, me abrazó entre sollozos.

        - Ahora los enemigos se perdonan – dijo apresurado y sin escuchar palabra, se perdió en la multitud. De súbito encontré a un compañero de aula.

- Están azotándolo a mi padre – me alertó casi al oído.

- ¿Por qué?

        - ¡Después te cuento¡ - gritó conturbado, salió a la puerta y se fue por una calleja, como se van los huanchacos llorando río abajo.

        Se mitigaron los gemidos y uno de los clérigos subió al púlpito y expresó:
 
        - Vuestro hermano Quintín ha sido perdonado y mañana se casará por Iglesia. Dios perdona a los siervos que purgan sus pecados y entran en arrepentimiento -. Se trataba de un joven apuesto y bonachón, con un prontuario de romances, y que ante la moral de su madre y la ortodoxia religiosa, se postró de rodillas pidiendo perdón por su blasfemia, mientras un fraile lo azotaba, como signo de redención.

        Terminado el sermón, se entonaron himnos consagrados a Dios, y finalmente salimos a la oscuridad de la plaza.

        Al entrar a la casa sentí el sabor de la diana, ese aroma agradable del clavo de olor y la canela, que sale de los jarros en la víspera de la fiesta; mi padre después de dar el último sorbo, me dijo:

         - Vamos a cuidar la alfalfa de la “Quebrada”, porque esta noche roban -. Se tenía la creencia que esa noche podía robarse sin caer en pecado, porque Dios había muerto y nadie miraba, hasta algunos creían que era suerte para las víctimas del hurto, pensaban que si les robaban, la cosecha  se duplicaría. Se puso el poncho “Chileno”, y nos dirigimos a ese paraje. La noche parecía el plumaje de un cuervo, apenas se notaba la línea que divide los cerros y el cielo, y a lo lejos en diferentes flancos unas luces reverberaban, eran de las linternas que portan los regantes que les toca la mita a esa hora, o de los candiles furtivos que arden en las alquerías. Antes de descender a los andenes cubiertos de eucaliptos, bajo unos arbustos que tornaban más obscuro un rincón del camino, encontramos a don Fáctor, quien saludó a mi padre al reconocerlo con el resplandor de la naturaleza. Contestó el saludo y le increpó:

        - ¿Qué haces aquí Fáctor? Pareces un condenado bajo esos montes. ¿Porqué no has ido a cargar la cruz? -. Al oír la interpelación se levantó de inmediato y con impasibilidad exclamó:

        - ¡Uufff Armandito, así cargue cien cruces, a mi Dios no me perdona, porque si supieras tengo pecadooos ...! El día que yo muera, de frente me voy a ir al tacho (infierno); he pensado que cargo la cruz, Dios no me perdona, sobre eso me roban el maíz, así que he preferido venir a salvar la chacra, o sino de dónde para pagar los estudios de mis hijos.

    - Creo que es lo mejor que has podido hacer -.  Justificó mi padre.

        Antes de despedirnos, como queriendo entablar conversación, inquirió el leñatero.

        - A mí me parece que aquí es la gloria y el infierno. ¿Quién ha regresado de la muerte?

        - Yo no creo en Dios ni en los curas, para mí, el único que ha existido es Jesucristo. Asintió mi padre.

        Sin embargo, cuando fuimos a ver el predio, mi padre observando las siluetas sombrías de los árboles, me decía. – Si realmente Dios existiera, a este hombre sí lo perdonaría, además creo que ni pecados tiene, es una persona correcta.

        A don Fáctor pocas veces se le veía con el semblante risueño, hablaba alborotado con voz grave y sonora, como si estuviera renegando; solamente cuando los domingos concurría a los torneos de fútbol, pasaba la tarde colmado de alborozo haciendo barra con su compadre Lauriano.        En cierta ocasión, un jugador alto y fornido con aspecto de argentino, al lanzar un tiro libre, el arquero en lugar de atrapar la pelota, bajó la soga que hacía de travesaño, y evitó que penetre en el arco; ante este acto, Abundio, el autor del tiro, arremetió contra el portero, y el árbitro, por tal infracción, cobró penal, que fue ejecutado por el mismo jugador, quien antes de efectuarlo se santiguó frente a la tribuna, tomó distancia casi desde media cancha llegando cansado a chotear el globo, y lo hizo tal mal que éste chocó en el guardameta, un retaco sin traza de futbolista, que gozaba de la barra que hacían  los espectadores, entre ellos don Fáctor y don Laureano, quienes por la hazaña del arquero, al finalizar el partido, tiraron sus sombreros al aire como platillos voladores, pero como hacía viento, fueron a dar a un corral cercano, y cuando acudieron a recogerlos, unos chanchos se los estaban comiendo por la grasa de los cintillos. Aunque esto, no restó la alegría de los caballeros que en medio de la muchedumbre se fueron comentando sobre el triunfo de su equipo.


III

        Transcurrido un tiempo, en una calurosa mañana, mientras laboraban en la herrería, mi padre y sus operarios; uno de sus clientes que hacía forjar barretas, dijo:

        Don Armando, ahora que el “Chalzo Grande” está enfermo. ¿Quién le trae el carbón para la fragua? –. Él, mirando una porción que aún había cerca la piedra de agua donde templaba los barrenos, respondió. – No sé a quién voy a contratar, ya se está acabando el carbón que me ha traído Fáctor, y sólo él quemaba del bueno. ¡Cuándo se aliviará mi amigo! Terminando la faena iré a verlo.

        Mientras yo jalaba la cadena del fuelle, pensaba ir con  mi padre a ver al convaleciente.

        Al obscurecer acudimos a la casa del leñador. Allí estaba postrado en una tarima, y al vernos, con esfuerzo se incorporó para hablar:

        - Fíjate hermano, estoy cuánto tiempo sin hacer nada, se me está paralizando el cuerpo y sobretodo los brazos, no sé qué tengo, dicen que me ha agarrado la tierra del “Chalzo Grande”, hasta he hecho pagar con los brujos, pero sigo igual, y pensar que antes le decía a la enfermedad, ‘no tengo tiempo para atenderte’, y ahora no sé si me aliviaré.

        - Lo mejor sería hacer un esfuerzo para que vayas a hacerte curar en el hospital de Tacna – Le aconsejó mi padre.

   - Sería bueno, pero lo mejor falta ...! -, manifestó con honda tristeza.

        Verdaderamente para él era difícil viajar a aquella ciudad, porque el sólo pensar en los gastos del viaje, del hospital, del médico y las recetas, se le hacía un mundo. Luego de este breve diálogo, lo dejamos ahí, con su barba blanca, y enrollándole el cuello su cálida chalina compañera de caminos. Su esposa, al retirarnos, decía confundida: – Dios quiera que se alivie, lo estoy haciendo curar con remedios naturales, dice que doña Antonia tiene buena mano; ahora yo sola me avengo con la chacra, los animales y todo.

        Así vivía el leñero, con esa dolencia inexplicable que le derruía la existencia, cada día sentía un dolor extraño y pesado en los huesos, hasta que por fin se le inmovilizaron las extremidades superiores, al extremo que tenían que darle de comer a la boca, y este dolor se le agudizaba más cuando la noche caía.

        Pero una vez, al irrumpir el alba, mientras dormía profundamente, soñó con el “Chalzo Grande”; lo vio tan frondoso e inmenso cuya copa llegaba al cielo, ascendió por sus ramas hasta una isla que flotaba en el firmamento, allí encontró una ciudad hermosa como imaginamos el paraíso, subió a una carreta tirada por dos caballos, y en una avenida cual arboleda de ensueño, fue encontrando a sus  seres queridos, henchido de felicidad abrazó a sus padres, y al amor de su vida que perdió en la juventud. Hubiera sido bueno para él, morir en ese momento, pero no fue así; a medida que aclaraba la madrugada, sus quejidos salían de su garganta más lentos y más graves horadando el silencio tibio de su alcoba. Su esposa le oía con el presagio nefasto de que pronto moriría. Él había despertado con la agonía del desahuciado, como si fuera arrebatado por el caudal de un río sin poder liberarse de sus fauces letales. Ella se acercó a él con la ternura de la mujer que ama y lucha por la vida de su compañero, lo llamó de su nombre, y encontró sus ojos que la miraban con  tristeza como si ésta fuera la última vez, ella puso el rostro sobre su nevada barba, y él atinando a abrazarla, pronunció:
 
        - Hasta acá nomás había sido, Angélica; sólo te pido que no lloren, que toquen el charango a la hora del entierro -. Sus pupilas perdieron el brillo de la vida y su cuerpo quedó inerte para siempre. Le pusieron el terno que lucía en las fiestas, y varias manos lo colocaron en el inexorable ataúd.

        Pero lo más trágico que le sucedió al honrado labrador, fue la horrenda y extraña realidad, que cuando se comprobó su muerte, él seguía vivo, seguía advirtiendo todo lo que ocurría a su alrededor, sólo que sus órganos vitales dejaron de funcionar, y las células de su cuerpo quedaron inmóviles, dándole el aspecto de una mole entelerida.

        En el velorio, desde su catafalco escuchaba las historias fantásticas que contaban los ancianos, y percibió el mutismo enigmático de la noche. Al siguiente día, también oyó la melodía de los músicos que acompañaron el cortejo hasta la morada final. Esto consolaba la nostalgia que sentía por los que lo creían muerto y a quienes tampoco podía hablarles; pero lo que escuchaba con un dolor sin fronteras, era el lacerante doblar de las campanas que entonaban su plegaria a la hora del entierro.

        En el cementerio, cavaron una fosa tan honda que apenas se veía a los que sacaban la tierra. Amarrado a unos lazos bajaron el ataúd y en un canal de piedra  lo colocaron como en una horma, lo cubrieron con lozas y rellenaron la cuenca con la misma tierra. Él, desde el tenebroso sarcófago, sintió las últimas voces y las lampadas de greda que echaron sobre las piedras.

        Y ahí, en el fondo lóbrego del sepulcro, por mucho tiempo penó el ánimo de don Fáctor; hasta que por fin, sus hijos que trabajaban en las minas de Toquepala, decidieron ir a Carumas por el día de “Todos Santos”, y más que todo por ver la tumba de su padre. Y cuando llegaron, lo primero que hicieron, fue comprar un nicho para que allí descansen los restos del difunto.

        El cementerio estaba repleto de gente, unos bebían al rededor de las tumbas, otros  rezaban en las huesas, y muchas parejas hacían bautizar guaguas para hacerse compadres. Y a un costado, ante la vista de curiosos, se cavaba el túmulo donde yacía don Fáctor.

        Cuando descubrieron la fosa para sacar el cajón donde estaba el cadáver, recién pudo liberarse el ánimo de aquel hombre que todo lo percibía. Y fue grande su alegría al ver la luz de la vida en la faz de la tierra, de nuevo miraba a sus hijos queridos; mientras que ellos, presintiendo ser advertidos por el alma de su padre, con actitud sacrosanta rezaron frente al féretro que resaltaba en el osario frente al sol de la mañana. Entonces, el espíritu libre, tomó la forma de una cantárida invisible que en raudo vuelo se dirigió a su casa, y cuando recorría los espacios del hogar, desplegaba un zumbido propio del moscón que horada el vacío de los que ya no viven. Doña Angélica, al escuchar ese ruido, se santiguó frente a la tumba donde hizo “arder” al cumplirse dos años de la muerte de su esposo. Después de rezar, dijo a sus retoños:

        - Ha venido a visitarnos el alma de vuestro padre. ¿Escuchan?

        Ellos oían asombrados aquel zumbido inefable que linda entre la vida y la muerte, sus miradas de ángeles escudriñaban los contornos buscando la imagen de esa criatura oculta, pero sólo encontraban los sitios afines de la casa, donde seguirán viviendo a lado de su madre.
        En el panteón, los hermanos que adquirieron el nicho, con sumo cuidado colocaron el ataúd, y finalmente lo lacraron con una lápida donde iba impresa la imagen de Cristo, y a un lado este epitafio:

              Has muerto en la sombra de la vida;
              vives en la luz de nuestros pasos.
              No has muerto.
                                               Tus hijos.

        Ese año había llovido tanto que volvió a brotar el tronco del Chalzo Grande.
        De aquello hacen dos décadas, y si ahora damos un vistazo a la colina donde ha crecido, vemos su figura floreando bajo el cielo, al borde del camino, junto a la piedra lisa, donde los viajeros descansan de nuevo.
                                                                                                                          Puno, abril 1987.



EL ANUNCIO DE LOS BÚHOS
En esa tarde de quietud, los rayos del sol se escurrían por los follajes de un álamo envejecido, y débilmente doraban el batiente de la cocina, donde yo y Albina saboreábamos dulces ocas, mi abuela con Jacinto y Elvira, también comían deliciosamente, mi madre, más al fondo defendiéndose del humo echaba leña al fogón. De súbito llegó Cleotilde con pasto para los animales, las ovejas balaban en el rebaño, los conejos salían gritando al empedrado patio, y el perro moviendo la cola entraba y salía intrigado en acariciarnos. Se callaron los cuadrúpedos al recibir el forraje, y la casa quedó casi en rígido silencio.
Sonó la puerta, era mi padre, en su gesto había disgusto, vestía terno negro y sombrero plomo, de frente altanera y de aire dominador, estaba afeitado y detrás de sus párpados centellaba su mirada infundiendo respeto. Albina y yo, levantamos los platos, él pasó por el centro de nosotros, recién iba a almorzar. A los pocos segundos exclamó arrebatado.
¡Esta mujer, carajo, está salado!
Su fornido brazo descargó el contenido del plato sobre el hule de la mesa, fideos y arroces se deslizaron hasta el mandil de mi madre; ella abrumada e indefensa, no dijo palabra alguna, sólo de sus ojos brotaban lágrimas que rodaban por los pómulos paralelas a sus cabellos. Mi abuelita gritó.
¡Va, qué pasa!
Yo llorando, abracé la pierna de mi padre como suplicándole algo que borrosamente comprendía, me hizo soltar, y se fue. Mis hermanas gemían a las faldas de mi madre,  mis primos mostraron un miedo melancólico, y la anciana dijo.
¡Qué hombre por Dios!
Mi madre limpiándose con el mandil lo turbio de sus ojos, nos dijo suspirando.
Ya cállense hijos.
Entramos a las habitaciones y la noche asomaba en los rincones donde caían escarabajos haciendo un ruido misterioso.
Albina preguntó:
¿Mamacita, por qué todas las noches hay acá tantas pancatayas[1], quién se morirá no?
Y Cleotilde prendiendo el candil respondió. - Cállate tonta.
Esos insectos negros caían sobre la mesa, sonaban en los platos, en el sombrero de mi abuela, quien juntando las manos pronunciaba gravemente.
Jesús y María, esto parece un castigo, si yo nunca quise que te cases con ese hombre. Tenía que ser “Fiero Mariano”.
Los menores tomamos una actitud religiosa, y acudimos a dormir en los estrados, mientras mi madre rimaba estas palabras.
- Seguro se ha ido donde la “Chilica”.
Los mayores se acostaron conversando en voz baja, apagaron la luz y el sueño en los espíritus se anidó mansamente.
Serían tardes horas de la noche, cuando el sobresalto de unos ruidos, me despertaron, me senté asustado, el candil estaba prendido. Juccos[2] cantaban en el techo rasgando con sus uñas la calamina, y mi madre como un ángel nos miraba tristemente. Mi abuela salió al patio y colérica repetía.
- ¡Fuera, fuera juccos quenchosos, y este perro ni siquiera ladra!
Los búhos se iban hacia un eucalipto que se levantaba en el centro de la plaza, y la noche sólo se interrumpía por el aullido lejano de un perro.
Cuando al otro día desperté, todos se habían levantado, pero yo me quedaba escuchando a los pajarillos que trinaban en las huertas. Oía repicar el yunque, donde mi padre con otros hombres, forjaban en la fragua herramientas de labranza. Jacinto me llamó.
- Alberto, todos han madrugado para ir a la propiedad, nosotros tomamos el café y nos vamos a Solajo.
Cabalmente, después de un rato estuvimos en la casa de mi abuela María, donde el sol aclaraba el techo y el viento agobiaba el maizal donde cantaban gorrioncillos. El floripondio del patio, nos invitaba a treparnos, pero primero fuimos a ver a Elvira. Ella estaba en la habitación entonando un huaynito, parecía estar triste. Nos subrayó.
- Vayan a traer leña para preparar choclos.
De por ahí juntamos unas gavillas y le llevamos. Quisimos ir a jugar pero ella nos detuvo.
- No vayan, les voy a dar unas cosas que la Emiliana me ha convidado.
Se dirigió a mí observándome con reparo y dijo.
- ¿Por qué será tu papá tan malo? - Y volvían sus pupilas hacia la candela de ese fogón inolvidable formado por tres piedras y tres bocas, por donde atizábamos contentos, para sancochar los choclos, y seguía hablando - un día también la correteó para pegarla, pero ella se escondió en el cuarto de las tinajas, mi mamá cerró la puerta y no lo dejó entrar, ahora no saben, mi tía se va ir y nosotros ya no bajaremos al pueblo.
Le dije. - ¿Y yo?
- Tú te quedarás con tu padre.
Jacinto intervino. - Mejor por qué mi tía Luisa no se viene a vivir con nosotros.
Elvira contestó.
- No, ella tiene que irse porque sino, se muere; tanto que la hace sufrir don Julio, ya mi tía está mal, tiene que ir a Tacna a hacerse curar.
Yo, ya no contenía el llanto.
- Ay, Elvirita, mi mamacita. ¿Qué tendrá no?
Ella nos explicaba: - Dice que tiene un tumor malo, y eso es delicado, y también se ha soñado que ha entrado a la iglesia, se le ha obscurecido y no pudo salir; pero hermanito, no llores, si pasa algo, te quedarás con nosotros.
Jacinto me consolaba.
- Alberto, acá vamos a estar bien, en tiempo de aguas vienen serranos de la cordillera, y del pescuezo de las llamas que matan, nos hacemos mulitas para jugar a los arrieros, y en las tardes, nos vestimos con serpentinas de hizaño[3] y jugamos a los carnavales.
Precisamente, por esos días mi madre había partido de Carumas.
Un amanecer, entre sueños escuché voces familiares, me despertó mi padre.
- Párate hijo, lávate y ponte ropa limpia, vamos ir a Tacna a ver a tu mamá.
Me mandó a comprar cigarros y cuando regresé, él se despedía de los vecinos, con la alforja al hombro y unas frazadas en el brazo; tomamos el desayuno y salimos del pueblo, pronto nos vimos en el camino rumbo a Torrine, y al cabo de una hora arribamos a esa cumbre, hasta donde llegaban los carros. En ese lugar descargaban de las bestias una serie de cachivaches para subirlos al carro; allí se recibía con alegría a los que llegaban, y se despedía con tristeza a los que partían, era una verdadera algarabía. Luego el carro piteaba en señal de partir. Mi padre subió a sentarse a lado del Chofer, y  éste preguntó sonriendo.
- ¿Qué hora viene don "Cerro Verde"? – Era el apodo de un caballero alto, franco y bonachón, quien venía recibiendo encargos, y antes de saludar advirtió:
- ¿Cuántos iremos acá? -, y se acomodó a mi costado.
El chofer, preguntó - ¿Nos vamos?
- ¡Arranca! – contestaron.
Yo admirado contemplaba el panorama, las nieves de los cerros, el límpido empedrado de la carretera, las tórtolas y jilgueros que hacía volar el carro, el verdor de los cultivos y la forma curiosa con que miraban los campesinos; bordeamos los nevados del Tixani, el camión se prendía en esas arenas hasta quedarse encallado como un asno rendido; sólo los hombres se bajaban a ayudarlo. Más allá en la flor de la cordillera, las lagunas eran lindas con sus patos juguetones y sus colores de encanto, las planicies parecían cansadas, pero daban ganas de corretear en su fineza, seguir a las quiulas[4] y a las ágiles vicuñas; allí el carro parecía volar por esas pampas. Mi padre y don David, de rato en rato gritaban, para que el chofer no duerma, porque el recorrido era duro y pesado.
Cuando descendíamos de la sierra, en el fondo del cielo, el sol se ocultaba como una bola de cobre orlada de nubes naranja; la costa se extendía con sus montículos horizontales, como si fueran hechos con retazos de cartón. Se encendieron los faros y ya estuvimos en Moquegua, el alumbrado eléctrico, los carros aglomerados, las veredas de cemento y el bullicio agitado de la urbe, eran cosas que recién conocí.
Nos alojamos en la casa de unos familiares, y al siguiente día salimos rumbo a Tacna, ganando paso a la ruta dimos con el cruce de Camiara, donde pasamos largas horas esperando al "zorro", un amigo de mi padre; en este desierto de todo lado venía bailando el polvo, mientras unos gallinazos confundidos en el aire, se alejaban y volvían extraviados en ese imperio, y la Panamericana se perdía de sur a norte, borrándose en el pardo manto. De pronto mi padre se puso contento y me dijo.
- ¿Ves aquel carro verde? Ése es el "zorro", viene de Toquepala.
Paró en la puerta de la pensión, y de la caseta se bajó un caballero con cicatrices en la cara, y se acercó a abrazar a mi padre, diciendo.
- Qué tal flaco, ¿vas a Tacna?
Pasamos a comer algo, y en la mesa comentaban de sus tiempos perdidos, tocó un momento en que vi afligido a mi padre y el otro le decía.
- No te preocupes hermano, el doctor Paredes es muy bueno.
Seguimos la pista y al obscurecer saltaron a nuestra retina el parpadeo de los semáforos, de las luces de neón y de los faros que iluminaban la hermosa ciudad de Tacna.
Llegamos a una casona, y en su interior encontramos a mi hermana Celia, quien hacía muchos años salió de Carumas, fastuosa de alegría me alzó en sus brazos inundándome de preguntas.
Cuando el sol volvió a mirarse en el cielo, por la mañana, mi padre turbado me tomó de la mano.
- Hijito, vamos a ver a tu mamá, anoche ya no dejaban entrar al hospital.
A la entrada de ese nosocomio, había unos santos con los rostros mustios, como si supieran verdaderamente del dolor humano, a su alrededor unas velas encendidas doraban sus bustos. En el interior, mi padre habló con una enfermera y luego me dijo.
- Ya va a salir a verte, no dejan entrar a los niños.
Al instante se apareció con toda su bondad flotando en su gracia, al verme, me alzó en sus brazos, estrechándome en los rubíes de su ternura. Salimos a la retaguardia del hospital, y atisbando una puerta añeja, él le suplicaba.
- Vámonos Luisa, mira que la operación es peligrosa y tienes varios hijos.
Ella abrumada se quedaba silenciosa mirando esa puerta, por donde debíamos salir, y la miraba como si ésta fuera, el camino de la vida prematura, la curación de su mal, o el abandono perenne de este mundo. Al fin, ya no quiso partir, y volvimos a aquellas habitaciones donde los ayes se arrastraban queriéndose colgar de nuestras almas. Hablaron en voz baja, y después de unos instantes, mi padre movió la cabeza y se despidió de ella, para ir a dejarme en la casa.
Esa noche veló el gélido insomnio de mi madre.
Por la mañana vino muy preocupado, no pudo servirse nada, estaba opaco, y vidriado de pesadumbre, habló.
- Hoy día la operan, - y dirigiéndose a mí -, cuando salga de la operación voy a venir a llevarte para que la veas.
Celia repuso.
- Después de hacerle la ecografía, el doctor dijo que era indispensable operarla, porque se trata de un cuadro agudo.
Por la tarde mi padre regresó y junto con mi hermana, fuimos al hospital; y esta vez, no sé cómo ingresé hasta la habitación donde se encontraba mi madre. Ella estaba postrada en su lecho y después de unas horas, mi padre trató de despertarla; al cabo se abrieron sus párpados como los festones del día, apenas levantó la cabeza, su talante estaba pálido, y sus cabellos caían sobre la almohada; sus pupilas brillaban serenas, y su voz parecía el último rumor de la tarde; él le tomó los pies, y atónito le dijo.
- Luisa, tus pies están fríos.
Y ella, musitó.
- Julio, no quisiera irme, a este mi hijo lo vas a cuidar mucho, siempre han de ver por Albina -, alcanzó la mano mirando a mi padre.
- Toma mi anillo y cuídate siempre; allá los esperaré.
Le tomó las manos humedeciéndolas con llanto. Mientras ella continuaba.
- Qué será de mis hijos, cómo seguirán en este mundo - y lloraba. Débilmente me besó la frente y me acentuó apacible, - vas a querer a tus hermanas -. Y se quedó callada para siempre, mi padre le juntó los párpados, repitiendo quedo.
- Luisa.
Pero sólo respondió, aquel adiós etéreo del silencio.
 Mi madre dejó de vivir.
Pasado el tiempo, supe que fue intervenida por dos veces, puesto que en la primera, le suturaron la herida, olvidándose en el interior un bisturí, lo que le produjo infección, y en la segunda, ya no pudo resistir la operación.
Después de su entierro, al siguiente día partimos de Tacna. Y al salir de allí, por última vez, desde el ómnibus contemplamos las cruces y nichos del cementerio. Mi padre no hablaba nada, y con sus párpados crecidos como surcos de agua, casi inmóvil observaba el camposanto, y cuando éste se eclipsó, como líneas cristalinas siguiendo las arrugas de su rostro le bajaban las lágrimas temblando al destino.
Yo me preguntaba. - ¿Cómo sería el retorno a la casa sin ella? ¿Cómo llorarían las campanas de aquellos seres que la albergaron en su templo, las tiernas almas de mis hermanas?
Y precisamente cuando regresamos, y ya estuvo al frente la campiña del pueblo, me parecía que allí la encontraría; en la calle, persona que nos encontraba nos abrazaba, demostrando congoja. El cielo estaba borrascoso y el viento venía haciendo estruendo en los encalaminados. Era el mes de febrero.
La casa estaba copada de gente, todos vestían de negro y religiosamente daban el pésame a mi padre. Cleotilde y Albina, con sus corazones abatidos y sus rostros triturados de dolor, me abrazaban con angustia, como si en mí habría un sitio donde traía a la ausente. Cleotilde me dijo.
- Vamos a la cocina Alberto, mi abuelita te llama.
Afuera, el patio parecía una laguna de agua concha, el aguacero sonaba en los techos y muros del entorno, también el horno tenía una llaga incurable; y por fin encontré a mi abuela María, la pena se anidó en su faz, en sus claros ojos cansados de soportar la realidad del arcano. Me peinó con sus manos francas, y la expresión de su sollozo decía más que sus palabras, y para consolarme me acurruqué en sus mantones obscuros.
Al siguiente día, al reanudar la ausencia de mi madre, los vecinos que nos acompañaron, hicieron una cruz de pólvora en el piso, donde quemaron su ropa, tal vez para no sufrir al recordarla, y antes que caiga la noche todos se fueron de la casa, los vecinos, mi abuela y mis hermanas. Desde aquella vez, nos quedamos solos, yo y mi padre.
Pero en una de esas tempestades que vivimos en el verano andino, salí a la intemperie de la casa donde la cerrazón anegaba la atmósfera, y en las flores de la huerta, vi la imagen de mi madre perderse por los álamos donde el sol muere cada tarde; y cuando volví la mirada hacia la puerta del patio, allí estaba mi padre llorando desconsolado.
Arequipa,  febrero 1970.



[1]. Pancatayas: Escarabajo de color rojo obscuro.
[2]. Jucco: Búho.
[3]. Hizaño: Tubérculo de tallo flexible con flores en forma de campanilla.
[4]. Quiulas: Ave del ande parecida al ñandú, pero más pequeña.