VISIÓN
EN LA NOCHE
Héctor cursaba el primer año de primaria; y una tarde como pocas, no
llegó temprano a la escuela; por lo que su profesor, a la hora de salida, lo
castigó hasta las seis de la tarde. A esa hora, fue a su casa a dejar sus
cuadernos, para luego dirigirse al “Relámpago", su chacra, a traer sus
ovejas; obligación que cumplía cotidianamente. A todo paso abandonó el pueblo y
en medio camino lo sorprendió la noche, aunque él no temía, estaba acostumbrado
a las sendas obscuras y silentes, muchas veces, viniendo de moradas lejanas, se
le había anochecido en parajes de donde cuentan historias de espanto, pero él
atravesó esos ámbitos sin el menor inconveniente, cruzó el mismo barranco donde
se suicidó el "Cojo Manzano"; y esta vez no tenía por qué amilanarse.
Llegó a la meta, fajó el cuerpo de las ovejas con las cadenas que hacían
de amarras, y dio inicio al retorno. Ahora regresaba en mejores condiciones, no
solo lo acompañaban su silbo contrito y las aves que aún no dormían; pues la
existencia de los ovinos, era la cáfila más confidencial. Pero al entrar a la
"Quebrada Encantada", sintió miedo, un miedo natural que los niños
experimentan en raras ocasiones, y para mayor desventaja, la quebrada estaba
copada de agua, de esa agua turbia que en las noches dondonea golpeando los
dedos embrujados de las piedras. Y por esa sima era el camino.
Los mamíferos en tales circunstancias, ya no eran arreados por el
desconcertado pequeño; éstos por un afán instintivo, apuraron el paso, y entre
los follajes se perdieron a los ojos oceánicos de Héctor. Él no podía
seguirlos, aún era tierno, su cuerpo ampuloso y lo escarpado de la bajada, no
se lo permitieron. De alguna manera, quería hacerse compañía, trataba de cantar
o de silbar, pero ni eso podía. Sintió entonces que el agua bramaba más fuerte,
y turbado de asombro, vio que una nube densa con gran estruendo daba vueltas en
remolino, y tomando la forma de una fiera desconocida, frotó los breñales y se
fue estrepitosamente bordeando los abismos.
Ante aquel espectro, inundado de terror, el niño permanecía mudo,
asustado como un ratón escondido ante la búsqueda de su cazador; trataba de no
dejarse sentir, de pasar por desapercibido. Estaba cobijado en los matorrales
de un meandro de la quebrada. Luego ese extraño y lacerante sonido del agua, se
convirtió en un tropel arrollador de numerosos caballos; y cuando volvió la
vista a su retaguardia, se le aparecieron unos potros blancos y misteriosos,
como si fueran hechos con bellotas de algodón; bajaban jalando una carreta con
barandillas doradas, y encima, sofrenando las riendas, iba un ser
fantasmagórico; era un hombre de traje diamantino, con espuelas de plata, la
mirada le brillaba con gran fluorescencia y la cara aporcelanada parecía una
estrella diminuta erosionando. En las manos llevaba un zurriago que hacía
números y eses en el aire, y desde sus botines se oía el chillido nítido de las
espuelas. Los caballos al andar parece que no ponían los cascos en el suelo,
sólo los herrajes iban derramando cruces de candela que al caer a los escombros
se apagaban. Al fin, pasó esa imagen monstruosa, que al juzgar, no se percató
de la existencia de Héctor; se alejó arroyo abajo y sólo en esa cuenca quedó un
silencio aciago y horripilante.
El pequeño mozuelo se encontraba asido a una rama de arbusto, como si
ésta fuera una mano amiga, después de aquel momento nefasto; el murmullo del
torrente había calmado, y el viento como un potro heroico, resoplaba en las
sombras exhalando el húmedo rumor del pasado.
Con los ojos pavorosos el infante inspeccionó diversos flancos, y
convencido que ya no estaba esa visión fantasmal, sintiéndose en ese tétrico
estado de abandono, ahogado de ansiedad, dio un suspiro que terminó en un grito
de trágica agonía, cuyo eco se repetía en las concavidades del acantilado.
Siguió gritando con un llanto desconsolado, bajaba cayéndose entre los charcos,
procurando arribar al camino, que a unos cien metros cruzaba el riachuelo. Por
allí, a esa hora, unos labriegos, dos hombres y dos mujeres, venían arreando
unos jumentos; y al momento que escucharon el gemido en aquel desolado imperio,
no se imaginaron que un niño agonizaba aterrado en esa montaña. Al comienzo
pensaron, "quizá es un alma en pena"; pero rápido comprendieron que
era la voz de un chiquillo. Uno de ellos subió a una roca y le llamó conmovido.
-
¡Oye, hijito, que ha pasado! No llores, ven con nosotros!
Una de las mujeres al reconocerlo dijo. - Es el hijo de don Pedro. ¿De
qué lloras Hectitor?
Él quería explicarles, pero el latido del corazón con el agitado
sollozo, no le permitían hablar con claridad.
La otra mujer musitaba.
- Pobre chiquito, ¿cómo lo han mandado a estas horas, y por esos sitios
tan feos y tan pesados!
El hombre que le habló primero, le había tomado de la mano y así lo
conducía, procurando consolarlo, dándole valor.
Antes de arribar al pueblo encontraron a su padre, don Pedro, quien al
ver a su hijo con los ojos llorosos y poseídos de pánico, conmovido, dijo a los
labriegos.
- Hace unos momentos, en mi casa, estábamos preocupados al ver que las
ovejas llegaron, y el chiquitín no venía. Pensamos que se habría quedado a
jugar en la calle, pero al no encontrarlo, he venido a buscarlo por aquí.
Sus acompañantes le refirieron la forma en que lo hallaron y las escenas
horrorosas que dijo haber visto.
En las cuatro esquinas de la localidad, don Pedro se despidió de sus
amigos, y se fue con su hijo por una calle silenciosa que casi nadie transita,
al extremo que ha crecido romaza en las fisuras del empedrado.
Cuando retornaron al hogar, allí nadie había presentido lo ocurrido al
pebete; excepto doña Grimaneza, su madre, quien confundida en la puerta de la
cocina, contemplaba la noche, con el alma enlutada y abatida de presagios.
Héctor, sin reparar en nada, fue corriendo a abrazarla, puso su rostro a la
altura de su cintura, y trató de protegerse o esconderse en su regazo. Ella con
esfuerzo, lo levantó en sus brazos, le besó la frente y se puso afligida, al
verle el semblante pálido y su cuerpo desfallecido; lo cubrió con su mantón, y
lo arrulló en su pecho, mientras él le contaba:
- Mamita, he visto al condenado con unos caballos blancos en la
“Quebrada Encantada".
Lo condujeron al dormitorio y al borde de su cama, sus padres y sus
hermanos velaron su mal estado; tenía mucha fiebre y durante la noche deliró en
forma intermitente.
Su padre acudió a la Posta Médica que se hallaba a un kilómetro del
poblado; pero se dio con la sorpresa que allí no había nadie; y esa noche el
niño no tuvo atención médica; solamente doña Grimaneza, cogió unas hojas del
cedrón que floreaba en el patio, y con otras hierbas que se cree "alivian
del susto", le dio en mates, pronunciando oraciones y rogando a Dios por
la salud de su hijo.
Al siguiente día, familiares y allegados, sabían de la dolencia que
sufría Héctor; y la mayoría del lugar, aconsejaban a sus padres que lo hagan
ver con un curandero, porque habiéndose asustado en ese sitio llamado "El
Malpaso", allí se le había quedado el ánimo, y era necesario retornarlo a
su cuerpo.
Asimismo, personas conocidas como el sanitario Rivas, visitó también al
pequeño paciente que seguía postrado, con el aspecto cetrino, los párpados
tumefactos y toda su contextura desfallecida, la fiebre le había subido y se
quejaba porque sentía dolor de cabeza; transido de congoja manifestaba lo que
había soñado, que se traducía en visiones raras que lo perseguían. El sanitario
le dio unas pastillas y un jarabe para rehabilitarlo, y dijo a su padre.
- Esto no es nada Pedro, apenas es un fuerte resfrío y no tienen por qué
preocuparse.
La señora Grimaneza que acababa de penetrar en la habitación, preguntó.
- Sr. Cabo, ¿qué será lo que tiene mi hijo? Todos me dicen que es
"susto"; por eso voy hacerle llamar el ánimo -. A lo que el Cabo
contestó algo sonriente, haciendo notar su diente de oro.
- Esas son supersticiones y creencias de los antiguos, recurrir a los
brujos es ignorancia, hay que creer en la ciencia y sus adelantos.
Un anciano comedido llamado Víctor Locumberry, quien desde su asiento lo
había escuchado; levantó su borsalino más arriba de la frente y botando al
hombro una punta de su poncho, miró al Cabo y le dijo.
- Oye, tú dices que este niño sólo ha visto alucinaciones; esos fantasmas
existen, solo que unos no podemos verlos, los arrieros en sus viajes han
constatado que las mulas, antes que se acerque algo sobrenatural, olfatean,
orejean y se empacan. Cuando esto se presenta en mala hora, uno se queda sin
ánimo y hasta se muere. Aquí a muchos han curado los adivinos, lo que no han
podido hacer los médicos – y terminó interrogando - O usted qué dice profesor Bonaherges?
El profesor aludido, sacó un cigarro del bolsillo y después de prenderlo
y dar la primera fumada, con perfil augusto, dijo.
- La ciencia en parte se
ha olvidado del hombre, es el propio hombre que guiado por sus presagios y la
experiencia, ha ido descubriendo su mundo interior. Entonces no podemos negar
las creencias y ritos que desde antes se practican.
Todos los presentes, demostraron asentimiento a su claro comentario.
La señora Grimaneza, que desde la noche anterior tenía la idea de hacer
tratar a su hijo con un curandero, se sintió más animada en tal propósito, y
poniendo varias tazas alrededor de la mesa, invitó a sus visitantes.
- Pasen a servirse una tacita de té.
Eran las cuatro de la tarde; el sol descendía como el ojo lloroso de un
viejo pensativo, doraba los pajonales y blanqueaba los caminos, gateaba en los
cerros y en los chacaríos que forman la campiña de Carumas.
Acabándose el día, las sombras del crepúsculo comenzaron a cubrir las
hondonadas del cerro "Yalamonte", donde se divisaba una casita
rodeada de eucaliptos; allí vivía el curandero Pilco, un viejo de rostro
sombrío e indumentaria sencilla. Por la mañana un hermano de nuestro
preocupante Héctor, había ido a esa choza en busca del adivino, para
solicitarle que cure a su hermano menor; le contó sobre el estado de su
dolencia y las causas que la produjeron. Al inicio el viejo se puso reticente,
pero después de muchos ruegos y propuestas, aceptó la petición, pero poniendo
varias condiciones. Hicieron el trato y se despidieron con satisfacción.
El brujo se quedó en su vivienda preparando sus fetiches y todo lo que
debía llevar para su trabajo, los puso en su poncho haciendo un atado y tomó el
camino que conduce al poblado.
En la casa de la señora Grimaneza, la vecindad se había reunido, todos
estaban abrigados por el frío de la noche, unos en el dormitorio donde yacía el
paciente; otros en la sala de visitas y algunas mujeres en la calinosa cocina.
Cuando llegó Pilco, entró serio mirando indistintamente, apenas dijo a
la concurrencia. - Buenas noches.
Y, sin detenerse prosiguió hacia el patio preguntando por la dueña de
casa; una mozuela en la alcoba de Héctor, habló en voz baja.
- Doña Grimaneza, ha llegado el brujo.
Ésta de inmediato salió a recibirlo y lo hizo pasar a un cuarto donde debía
levantar “la mesa” para el pago a la tierra. El viejo se descargó el atado y
cuidadosamente lo puso en el piso, cerca de dos velas que iluminaban el
recinto, donde debía hacer los ritos, la reverencia a los iconos y demás
alegorías.
Pidió a su acompañante que le trajera coca, vino, incienso, flores,
entre otras cosas, que en la habitación tenía previstas. Desató su poncho donde
traía collares, choritos, perlas y un muñequito de madera que él lo tomaba con
mucha devoción. Encargó que no hagan bulla, que se retiren los asistentes y los
dejen solos a él y a los padres del niño. Él mismo cerró la puerta.
Afuera en el patio, atentos escuchaban la voz de Pilco, que hablaba
vozarrón como si tuviera asma. Habiendo transcurrido unas horas, los vecinos se
sentían adormitados, unos sentados sobre bancas y otros recostados sobre cueros
de oveja. Cerca de media noche la señora Grimaneza salió del aposento con una
chuhua de
brasas mezcladas con incienso, y musitando oraciones fue al lecho de Héctor, lo
sahumó religiosamente pasando el sahumerio por sobre su cuerpo y regresó
taciturna iluminada por las brasas.
Don Pedro, dijo a sus acompañantes.
- Desde este momento, nadie debe irse, cierren la puerta de calle -. A
partir de ese instante había un mutismo en toda la casa, apagaron las luces y
la noche lentamente penetraba en los sentidos, con todos sus enigmas; los niños
atónitos, con su inocencia preguntona, permanecían callados a lado de sus
padres.
La noche era obscura como la placa de una radiografía.
De pronto a lo lejos se escuchó un rumor desconocido que se acercaba
como una legión antigua de numerosos trinitarios. Y desde la morada misteriosa
donde se encontraba Pilco, salió una
voz grave y melancólica que decía:
- ¡Padre mío! venid a ver a tus hijos, te ofrecemos este sacrificio para
que tengas piedad de nosotros. Bajad a la humedad de la tierra para que tu
bendición nos libre de Satanás y ascendamos a tu Reino en la hora final.
Por un orificio de plomizos nubarrones, se desplegó un rayo de luna y
unas gotas de lluvia se descolgaron del cielo. Ante el asombro y la espectativa
de los concurrentes, se oyeron unos pasos finos y lentos en el techo del cuarto
donde estaba el hechicero, y desde los aires nebulosos y transparentes,
irrumpió una voz:
- Aquí estoy hijos míos, agradezco vuestro sacrificio, sólo ha sido una
prueba, desde hoy seréis protegidos.
Pilco contestó: - ¡Gracias Padre mío!.
Se perdió el rayo de luna y también cesaron las gotas de lluvia.
El adivino levantó “la mesa”, hizo un envoltorio, y salió al patio
cansado como si hubiese laborado durante todo un día, y agitando el brazo dijo.
-¡Ya, vamos!
Los varones designados para traer el ánimo, alisaron los zurriagos, y
salieron rápidamente siguiendo al fetichista, éste caminaba rápido y decidido,
cual soldado que va a cumplir una misión heroica. Realmente se había
concentrado en arrancar el ánimo, ya sea de la tierra o del misterio, y
devolverlo al cuerpo de Héctor. Al pensar en esto, sudaba, andaba agachado,
hermético y apurado.
Cuando la comitiva se topaba con alguien en el camino, uno de los
integrantes, le revelaba confidencialmente de lo que se trataba y lo sumaba a la
fila. Pero en el trayecto les sucedió un percance. Antes de arribar a la
"Quebrada Encantada", en el silencio de la noche, se asomó un jinete
cabalgando en un potranco que marcaba el paso con galano donaire. El donoso
caballero había sido Salvador, el domador de bridones, hombre ceñudo y severo,
cuyas cejas parecían las alas de un cuervo, dijo a todos.
- Buenas noches caballeros.
Todos le contestaron. Solamente Pilco, sin perder el ritmo del paso,
contestó entre dientes el saludo, y siguió de largo.
El hidalgo intuía la finalidad de esta caravana, pero aún así, preguntó
enérgico.
- ¿Qué a pasado?
Agapito, agarrando suavemente la rienda del freno, le explicó el caso
sin mayores detalles y acabó diciéndole.
- Si usted no va con nosotros, contra nada
hacemos todo esto -. Pero el amansador, dio un palmetazo en el anca del brioso
que había retrocedido tres pasos, y desbaratando lo dicho, contestó con aplomo.
- Yo no creo en esas tonterías, así que me disculpan -. Y continuó su
rumbo. Pero don Pedro, que iba entre los últimos, le habló con más
credibilidad.
- ¿Cómo te va Salvador? Fíjate hermano, le ha ocurrido este mal a mi
hijito, y estoy acudiendo a todos los medios para que se alivie, sólo te
demoraremos unos minutos.
- Bueno, tratándose de ti, vamos. Además te diré que yo cualquier cosa
puedo hacer por un angelito.
Cuando llegaron a la "Quebrada Encantada", reinaba una
apariencia de tranquilidad y sosiego, apenas bajaba un hilo de agua,
produciendo un sonido casi imperceptible; más arriba en el lugar de lo
acontecido, "El Malpaso", se abría un boquete de donde emergía una
vertiente y en la misma penumbra un sapo croaba enigmáticamente.
El brujo al escuchar dijo. - ¡Ahí está, ése es ...!
Los demás con atención oían su rítmica melodía, hasta se embelesaban;
aunque uno de ellos, al parecer el más joven, interrogó.
- ¿Lo matamos?.
- ¡No! - contestó el viejo -, va a morir, pero en su hora.
Por un instante el sapo se calló, pero
sólo hizo un intervalo y continuó su pieza nocturna, siempre haciendo pausas,
como para advertir lo que pasaba a su alrededor.
A un lado, cerca del manantial, en un sitio aparente; hicieron una
fogata de carbón, y como no hacía viento, atizaban la pira con las puntas de
los ponchos. Una vez que las brasas estuvieron al rojo vivo, el viejo sacó de
su fardo el contenido de “la mesa", y orando arrodillado, lo dispersó en
el fuego, y el humo aromado ascendía al cielo como la copa de un arbolito.
El pequeño músico seguía cantando más fuerte y más rápido como si
estuviera en el estribillo de una canción; salió enfurecido hasta la entrada de
su pretérita fuente; pero conforme los compuestos del bermejo holocausto se
iban diluyendo, la melodía del escuerzo se tornaba más lenta y más doliente
cual una endecha, estaba desconcertado y husmeaba desde el umbral de su funesta
guarida.
Se acercaron a mirarlo y observaron que sus ojos reflejaban como el filo
de una navaja, su cara ardía en llamas y tomaba la forma de una máscara
diminuta que se usa en las diabladas.
Pilco, un tanto molesto, exhortó a los curiosos.
- ¡No se acerquen! ¡No lo miren, retírense! -. Y continuó rezando frente
a la hoguera.
El batracio temblaba y sentía que su cuerpo se desvanecía, entonces
volvió a enclaustrarse en el fondo de su agujero.
A medida que se consumían las brasas de la tea, se ponían más rojas y
más redondas que parecían los pétalos de un geranio. El brujo al contemplarlas,
decía.
- ¡Está bien! ¡Ahora se va con nosotros el angelito!.
Pero en el hueco del calamita, algo había ocurrido; la música vespertina
del inefable monstruo, ya no era la misma. Pues desde el interior del lúgubre
boquete, se oía el quejido calmado y dolorido de un ser humano, que gritaba
agónica y desesperadamente como si le quemaran las entrañas con un mortífero
puñal, y acabó con un lamento.
- ¡Aaaaaaaayyyyyyyy!
El viejo levantó la voz y dijo. - ¡Vamos Héctor, vamos!.
Y al instante hizo sonar una campanilla que en la espesura de la noche,
su tilín tilín, se esparcía nítidamente despertando los espíritus y
atrayéndolos con su melodía.
Pilco repetía.
- ¡Vamos niñito, vamos a la casa!
Todos al unísono le seguían, y al mismo tiempo agitaban los látigos
lanzando azotazos sobre las piedras y follajes, como si llevaran a un ser
invisible. Doña Grimaneza, procedía de igual forma, pero con una camisa de su
hijo, que flameaba en los limbos.
Cuando retornaron al pueblo, las calles estaban vacías, los gallos
aperturaban su canto, y la "Cruz del Sur" se perdía en la penumbra.
Solamente, antes de arribar a la casa, vieron que unos bohemios se alejaban a
unas cuadras con el dondoneo de una guitarra.
Héctor se había despertado y desde su habitación, escuchó la voz de la
campanilla, el estruendo de los latigazos y todo el murmullo de la comitiva.
Cuando estuvieron frente a él, vieron que en sus pupilas renacía la vida; los
reconoció a todos, y sin decirles palabra alguna, les expresó todo con una
dulce y cálida sonrisa.
El niño estaba sano.
HOJAS DE OTOÑO
Su
vida sentimental, había sido escasa y fragmentaria: un idilio de juventud,
trágico hacia el final, y un idilio de otoño, lleno de una insensata placidez.
Vargas Vila
Oliverio, obstinado buscaba entre sus
papeles antiguos, un Diario que escribió ocho años atrás, y por fin, después de
su empecinada búsqueda, lo encontró en un desvencijado cartón, sacudió el polvo
de las hojas descoloridas y comenzó a leer con avidez:
Sigo viviendo en una casona de la calle Arica, precisamente
en uno de los cuartos del segundo patio donde a primera vista, parece no
habitar nadie. Aquí es donde todos los días amanezco ansioso a ver con qué tono
me espera la vida, con qué intensidad alumbran las primeras luces que aquí
llegan filtrándose por las hojas de un molle muy añejo; donde también siento
las horas crepusculares apagando las miradas de cada cosa y envolviendo de
silencio el semblante de los muros que parecen encontrarse atrás de un
cementerio. Y a propósito, aquí es donde muchas veces como ésta, recuerdo aquel
viaje, esas sonrisas junto al río, quien sabe toda una vida que cambió su rumbo
a mitad del camino.
Mi
idilio con Amalia, terminó un lunes del mes de abril, antes debo confesar que
no hubiese querido relatar este pasaje tan íntimo, que para otros, creo no
tenga mayor importancia, creo que si lo hago es por pura consolación, quizá
para dejar constancia de lo vivido, o tal vez para yo mismo leerlo algún día.
Como decía, desde ese lunes ya no nos
unía nada, apenas el último encuentro y el recuerdo de lo que pasamos en tres
años, que para el corazón eran como tres lustros, pero diremos sencillamente
tres años, o un pasado que tarde o temprano se tenía que olvidar. La mañana
inolvidable en que decidimos separarnos, estábamos en esta misma habitación en
que hoy escribo, y en esos ratos leños de la despedida, añoramos la plácida
inauguración de ese romance.
De lo que nos conocimos, hacía mucho
tiempo, justamente en una casona colonial de la calle Santa Catalina, donde
ella vivía, y yo llegué allí buscando
una habitación para alquilar. Vivíamos en el segundo piso, sólo nos
separaba el ligero vacío del patio que palidece en la primera planta y los
añejos balcones que cuelgan en las blanquecinas paredes. Había transcurrido
cerca de un año y no tuvimos ni una cordial amistad. Sólo una tarde en que los
vientos otoñales traían hojas secas a su adoquinado patio, mientras me afeitaba
en uno de sus ángulos, con el rabillo del ojo vi que a la puerta asomó una
silueta, luego descubrí que era ella, quien a la vez me estaba observando, y me
pareció que jamás antes la había visto; tenía la faz despejada y sus ojos eran
grandes y enigmáticos como dos océanos llenos de sol, para mirarla mejor traté de decirle algo, hasta
ese momento aún no sabía su nombre.
Desde entonces, yo me acercaba apacible
a todo cuanto la rodeaba. Por las mañanas íbamos a las clases de la
Universidad, y por las tardes recorríamos los parques compartiendo embelesados
el lenguaje delicado con que se expresan las aves. Por las noches pasaba a su
departamento a pulsar una guitarra cuyos acordes vibraban al unísono de su voz.
El día lo esperábamos con singular
alborozo, ella abría las persianas, y yo la miraba ilusionado a través de los
cristales, el cielo era más claro y más hondo con la franja límpida de su
mirada, que hasta tornaba más bella la arboleda movediza de una huerta vecina.
Amalia andaba siempre apurada y sus
ojos se posaban en las cosas lejanas y misteriosas; éramos felices compartiendo
nuestros anhelos, cuando volvíamos a la vieja casona como dos palomas a su
cálido eucalipto.
Y una vez, pensé: para que esta
relación sea con respeto y pulcritud, debo hablar con su madre; me puse mi terno de fiesta, y fui a pedirle permiso para
ir con ella al cine, cosa que se me negó con toda cordialidad.
Francisco y Lucía, padres
de Amalia, naturalmente que no estaban de acuerdo que su hija tenga como novio
a un joven desconocido, que no sabían quiénes eran sus padres, y lo poco que
sabían de él, era que estudiaba en la Universidad, que tenía ideas socialistas,
que llegaba tarde a la casa y por lo demás, era de conducta informal, no
aparente para pretendiente de su hija. Ellos pertenecían a la clase media, con
un caudal económico moderado, y tenían un
concepto digno de la moral. De ahí que la Sra. Lucía se sentía incómoda
y hasta se enfadaba al ver que su hija se veía con Oliverio.
Desde aquella vez no volví a insistir, ni hablar nada de
ello con sus padres, trataba de encontrarla lejos de la casa donde vivíamos,
generalmente lo hacíamos en el Parque Universitario, frente a los claustros
donde ella estudiaba. Un día en que fue a Mollendo con unos familiares,
quedamos encontrarnos en ese puerto, y allí recorrimos las playas jugando con
las gaviotas y escribiendo en la arena. Sus ojos en el agua tenían la gracia de
dos gotas de rocío. Todas esas vivencias nos unieron como une el cause a las
orillas del río.
Pero retomemos el día en que mutuamente
decidimos separarnos, que como dije, estábamos en este mismo cuarto en que hoy
la recuerdo. Pues todo lo vivido se empozaba en esa mañana, y también el futuro
como una noche vacía desembocaba en esa mañana. Yo impaciente hablaba de
mejores porvenires, cual marinero extraviado que señala el horizonte animando a
sus tripulantes.
¿Y por qué nos separábamos? Creo que
cuanto más nos amamos más nos ofendimos.
Oscar Wilde decía: “Es difícil no ser injusto con lo que se ama”. “Todos matan
lo que aman...”.
Me parece que ya sus pies se habían
cansado de trajinar por los bosques desconcertantes de mi camino. Esa mañana no
vimos la luz del día, hablamos de las ofensas recíprocas, y de nuestros
sentimientos que se estaban resquebrajando; y al final acalladas las palabras,
nos vino un ansia mutua de sellar la partida con el acto inolvidable que une a
los mortales, y nos entregamos detrás del dolor, con la ternura más tierna, con
la ternura hecha consuelo, tocando la raíz elemental de la intimidad humana.
Sin embargo aquello, sólo fue considerado como una forma de la despedida. Yo la
miraba pensativo y me decía: ¿sentirá
algún día el vacío de mi ausencia? La besé en la frente como si recién llegara,
y cuando salió del recinto, lo último que sentí fue el inconfundible traqueteo
de sus tacos en las losetas del patio.
Los primeros días que pasé sin verla,
me propuse cumplir con diligencia las
responsabilidades que el presente me imponía, trataba de orientarme de la mejor
manera, cumpliendo con las obligaciones que exigía mi carrera. Seguía recibiendo con emoción las guirnaldas o las
espinas que nos brinda la vida. A mi
amigo Antenor le decía. - El amor es como una planta que nace donde nadie la
siembra, crece en la intemperie, florece lozana y con el tiempo desaparece -.
Él reafirmaba, - el amor es una idea, o algo así como una enfermedad que se
cura y a la postre nada queda, Oliverio, culminamos los estudios y nos vamos a
otros sitios en busca de nuevos horizontes.
Habían rodado sobre el mundo, noches
sin una flor ni una sonrisa, días contados al centímetro, sendas nostálgicas
para mis pasos errabundos, sendas interminables que trocaban en el pestañear de
madrugadas humedecidas. Y en ese ir y venir de los días, nos encontramos
nuevamente, y esta vez, ¿nos hacíamos los pecadores arrepentidos? Ninguno hizo
por despedirse, los dos retornábamos de desvelos fatigados; eran nuevamente sus
manos llenando el vacío de mis manos, eran mis pies fugaces retornando al
jardín de su encanto; era yo acercándome a ella como una ola indecisa, como un
pez moribundo, sudando en la cuesta árida de sus renuncias; por momentos se nos
daba amarrar nuestros besos a porvenires inciertos, sin embargo yo me sentía
impasible como cuando no se quiere perder la ternura que aún reverdece en la
mujer amada. Traté de persuadirla
diciéndole cosas que pudieran animarla,
a lo que ella respondió con una voz furtiva.
- Si ya no somos nada.
Y nos despedimos, algo así como si
entre nosotros hubiera un río subterráneo que nos unía secretamente; esto
ocurrió un día viernes, y al amanecer el sábado, me levanté temprano para ir al
Comedor Universitario, fui solo y desconcertado, pero no tan abrumado como en
el retorno, cuando sentí el alborozo tibio de la mañana, más que tibio frívolo,
tan tibio y tan frívolo como las brechas grisáceas del final de un día. Me
decía, hoy es como ayer, efectivamente, tenía el mismo tono triste que a veces
recuerdo cuando escucho un canto testigo de ese dolor, tenía la melancolía que
una vez me ahogaba en la fiesta de la Virgen de Cuaylani, cuando a la hora de
la procesión los músicos de Somoa, hacían vibrar sus clarines en el tímpano de
los cerros, de las aguas y los vientos, en ese transe en que me alejé de la
muchedumbre para mejor recordarla, sólo acompañado de un can señero, quien con
sus orejas atentas y su expresión amical, me contagiaba su segura emoción de
vida.
Y desde ese momento en que regresé del
Comedor Universitario, las cosas iban a cambiar, pues se me ocurrió la idea de
irme con ella a un lugar lejano, donde nadie pueda hallarnos; esa idea me
acompañó secretamente durante la noche. Hacía conjeturas relacionadas con una
fuga, decía: ¿Cómo en mi tierra, cuando los padres se oponen a la relación
amorosa de dos jóvenes, un día el pueblo amanece, con una pareja menos, Dios
sabe hacia a donde partirían, y pasado un tiempo regresaban casados. Cavilaba
en el lugar a donde iríamos y en lo que se tenía que llevar.
Inclusive llegué al extremo de hacer
afilar una daga, para amenazarla, o tal vez desgraciarme, si en caso se negase
a partir conmigo. Al pensar en ello evocaba esa canción que dice:
“Te puse puñal al pecho,
patito, vamonos conmigo...”
Y llegamos al día de la partida, era
viernes y ella estaba en clases, a las nueve de la mañana fui a buscarla,
atisbé su aula y percibí su cabellera
entre sus compañeras, terminando la clase fuimos al Parque Universitario,
allí le dije que había decidido marcharme de Arequipa, y le pedí que por última
vez me acompañe a pasar el día, ante esta determinación comenzó a preocuparse,
parecía difusa, se callaba a intervalos y después de hacerme algunas
interrogantes, aceptó mi propuesta. Volvimos a la casa de la calle Arica, y al
entrar a la habitación mostró una honda tristeza, actitud que me dio más ánimo
para creer que mis planes saldrían como viento en popa. Arreglaba mi ropa en
una pequeña maleta, buscaba algunos libros y hacía tocar unos discos, la miraba
a hurtadillas mientras ella turbada me preguntaba.
- ¿Y hacia a donde te vas a ir?
- Me voy a la ciudad de Tacna, allí
terminaré los estudios y a la vez voy a trabajar - y como hablando conmigo mismo,
continué, - a propósito, ¿qué número de
asiento me ha tocado? - Abrí considerablemente el bolsillo de mi camisa para
ver mi pasaje y no confundirme con el suyo, y se lo mostré con el fin de
confirmarle la decisión que había tomado.
De una u otra forma estuvimos juntos
hasta las tres de la tarde, hora en que llegaron mis amigos, Antenor y Nieves,
con quienes había concertado para que también sean protagonistas en la
estratagema de la despedida. Ella como de costumbre los saludó atenta; luego del
cuarto de a lado, vino Alberto Revilla, al entrar preguntó. - ¿Qué hora partes?
- ¡A las cuatro! – Le contesté como
diciéndole que se ponga más mosca. Miró el reloj y salió apurado anticipando, -
estamos sobre la hora, voy a traer un coche.
Cuando Alberto regresó, cada cual cogió lo que debía llevar al taxi,
inclusive Amalia portaba dos frazadas. – Suban todos, tienen que acompañarme a
la empresa - les dije. Hasta ese momento aún no sospechaba que sería
constreñida a viajar conmigo, mas bien trataba de consolarme. - Oliverio,
procuras venir rápido, no te olvides de
escribirme, yo también iré a verte, me vas a dar tu dirección.
- Volveré lo más pronto, aunque sea por
un día –. Le contesté.
Cuando arribamos a la empresa “Te Juré
y Volví”, ya el ómnibus estaba por partir, hice colocar la maleta en la bodega,
me despedí de Antenor y me interné en el buss, Amalia subió a alcanzarme la
polaca y las frazadas, y según ella, a despedirse, pero antes que llegue a los
asientos que había separado, el ómnibus comenzó a avanzar, y ante esto,
apresurada puso las frazadas en el asiento y besándome dijo. - Ya se va el
carro.
- Sí, amor mío y nos vamos en él, mira
éste es tu pasaje – y mirando a mis amigos le dije, - despídete de ellos -.
Ella un tanto inerme los vio sonriente moviendo la mano en señal de adiós. Y
cuando estuvimos en marcha le hablé:
- Amalia he decidido vivir a tu lado
toda la vida, y te protegeré hasta la muerte, todo va a salir bien ... – Tenía
las mejillas sonrosadas y sus ojos diáfanos expresaban alegría; decía
dulcemente.
- No es posible, cómo puede ser esto,
debiste habérmelo dicho antes, hubiese traído mis papeles, mi ropa. ¿Tú me
quieres Oliverio?
- Todo está arreglado, tus papeles, tu
ropa y las cosas que necesites nos van a enviar.
- ¿Dónde iremos, siempre a Tacna?
- ¡Sí! Y si es posible hacia el fin del
mundo, donde podamos ser felices.
Jamás imaginé que estaría tan decidida
ir conmigo, y nos sentimos bien pensando en los días venideros, viajando por el
horizonte sin rumbo del ensueño.
El viaje de Arequipa a Moquegua sólo
dura cuatro horas. Llegamos a las siete p.m. y nos dirigimos por la Avenida
Balta a la casa de Isabel. Ella nos recibió entusiasmada junto a Oscar su
esposo, eran mis viejos amigos con quienes había cultivado una franca amistad.
Isabel tomó nuestra maleta y nos hizo pasar a una habitación. – Pasen Oliverio,
aquí van a descansar -. Era una pieza con dos camas y un espejo muy amplio
donde después nos miramos la facha que llevábamos, Amalia, me habló.
- Parece que tus amigos son muy buenos
– se recostó en una cama y mirando al techo prosiguió – Y pensar que he vuelto
a esta ciudad que conocí hace tiempo de
paso a Arica, pero no conozco el centro, la plaza, – hizo una pausa y cambió de
idea. - ¿Y qué estarán haciendo mis padres en Arequipa? seguro mi madre estará
confundida al ver que no he llegado hasta estas horas, no sé qué harán. Yo
agregué.
- Tal vez crean que nos hemos escapado,
o que yo he cometido algo fatal contigo y me he fugado.
Al advertir que estábamos libres y
solos, olvidamos de pensar en lo que podría pasar en Arequipa, y nos
abandonamos en la comunión espiritual de la dulzura más íntima, entregándonos
con todo el amor que había en nuestro ser, pues era la primera noche que
pasamos juntos. A la mañana siguiente, nos despertamos temprano, ella amaneció
feliz, tenía el semblante límpido y la mirada radiante con toda la gracia del cielo,
teníamos el anhelo de salir a contemplar el nuevo día que afuera nos esperaba
como un cálido jazmín. Antes nos invitaron a desayunar, era la primera vez que
estaba con mi compañera a lado de mis inolvidables amigos. Y era tan hermoso,
ir con ella por esas calles angostas donde yo había trajinado en mis tiempos de
colegial. Salimos también a recorrer lugares del valle, y lo que más le
impresionó fueron las vaguadas de sauces, el enjambre de los viñedos preñados
de racimos, los altos pacayes haciendo sombra a las casas del camino, y ver a
niños alegres escalando sus ramas para inaugurar la fiesta en el tupido
follaje.
Al segundo día hicimos un paseo por el
río que baja bordeando la ciudad, es un río cristalino que sólo en tiempo de
aguas es turbio y caudaloso, allí en su recorrido se bañan mozuelos en pozas
cercadas con piedras. Y, cuando nosotros estuvimos frente a una de sus fuentes,
la veía preocupada como una gata asustada que la quieren echar al agua, pues no
sabía nadar y el pozo que elegimos tenía cierta profundidad, de alguna forma la
animé a zambullirse enseñándole a flotar, y al fin se sumergió en las ninfas,
entre dulces sonrisas y finos gritos, gozosa de alegría, mientras las burbujas
del agua se perdían en los remansos de la franja cristalina en medio de la
floresta. Esa tarde fue como un milagro de felicidad, retornamos por la
esmeralda de la ribera, y a la hora del crepúsculo estuvimos de regreso a la
casa donde nos alojamos.
Mi intención era casarme con ella en mi
tierra, pero antes de ir allí, escribí a
mi padre pidiéndole dinero para ir en excursión a la ciudad de Santiago, cosa
que fue mentira y que pasado un tiempo desmentí tal patraña. Llegó sin demora
el pedido y al amanecer de un día sábado, partimos a la ciudad de Tacna. Al
partir enviamos una carta a mi amigo Nieves, recordándole que envíe los papeles
y la ropa de Amalia, ahí le indicamos la dirección de Oscar. En el viaje, todo
marchaba bien, excepto la preocupación de que podían hacerla quedar en los controles
por falta de documentos personales. Pero por suerte, a ella y otro señor, no
les pidieron identificarse, nuestro susto pasó cuando reanudamos la marcha.
Entre los pasajeros había un mutismo, y yo tenía mayor razón de ir callado,
puesto que en mi cerebro había un torbellino de ideas, miraba las pampas
húmedas y terrosas del contorno, y pensaba en lo que estaría ocurriendo en
Arequipa, seguro sus padres estarían haciendo caer el cielo sobre la tierra, y
a la vez, por delante tenía la ilusión
de vivir juntos en otras latitudes. Al entrar a Tacna, los mismos arbolitos
delgados y no muy altos, lucían descoloridos frente a las plomizas veredas, y
bajo el cielo nublado el aire tibio mostraba la vida sencilla y lozana,
trayéndome añoranzas de quimeras pasadas.
En Arequipa los padres de
Amalia, desde la noche que no llegó a su casa, estuvieron en un sobresalto,
preguntaron a sus otros hijos que estudiaban secundaria; al siguiente día
dieron parte a la Policía, indagaron en la Universidad sobre el domicilio y la
procedencia de Oliverio, principalmente Francisco, recorría de sitio en sitio
preguntando a sus compañeros de estudio, era tan difícil dar con su habitación,
porque los estudiantes que vienen de provincias viven en conventillos donde hay
tanta gente que casi nadie los conoce, y
al no encontrar la pista, retornaba a su hogar con la cólera y el odio del toro
que en el ruedo le han dado la estocada en su propio orgullo. Otra vez salió
con su esposa, y por las indicaciones que dieron los que lo conocían, fueron
hacia la dirección próxima a su residencia. Francisco repetía: - ¿Dónde vivirá
este granuja? ¡Quizá hasta la ha exterminado a mi hija! - y como preguntaban
casi a todos los que encontraban, alcanzaron a un paisano del desaparecido, éste los llevó precisamente al cuarto
donde vivía, dicho sea de paso, a donde se había mudado de la calle Santa
Catalina, la puerta estaba con candado, y los vecinos les comunicaron, que sólo
ahora lo veían a Nieves, también estudiante universitario, en ese instante
fueron a la PIP. y con un efectivo regresaron por la noche, el policía
interrogó severamente al estudiante, quien amedrentado por el investigador,
habló que realmente Oliverio se había ido con su hija, además entre los papeles
de su mesa encontraron la carta con la dirección del raptor. Francisco se
despidió del Policía, y voló a comprar el pasaje para ir a recuperar a su hija
y si es posible eliminar al rufián, no encontró pasaje porque era muy tarde,
sólo le vendieron para el siguiente día, desesperado y nervioso fue a buscar a
un amigo ex guardia para comprarle un revólver, y sin avisar a nadie, lo guardó
en el bolsillo de su saco, esa noche casi no durmió con la ira que le
alborotaba el pecho. Al otro día muy temprano, al despedirse de su esposa le dijo.
- ¡Ojalá que no lo encuentre a ese granuja! – y continuó pensando, “ porque le
voy a destapar los sesos, ahora ya sé, porqué este hijo de puta se ha cambiado
de casa”.
En Tacna llegamos a la casa de Carlos,
mi recordado primo a quien volví a ver de muchos años, él ese día llegó de
Toquepala, y pasamos contentos junto a su esposa y sus hijos; pero por la tarde
me llegó un telegrama de Óscar diciéndome que a las 6 pm. le hable por
teléfono, y cuando lo llamé, me dijo: “El padre de Amalia ha venido y de
inmediato ha tomado un carro a Tacna, en este momento estará llegando a la casa
de Carlos”. Tomé un auto y retorné
rogando que aún no haya llegado para fugarnos a otro sitio, tenía la idea de ir a La Convención y Lares,
donde una vez prometí a los pobladores volver a trabajar con ellos; pero al
voltear una esquina reconocí a Amalia que bajaba con su padre por la avenida
Alfonso Ugarte, fui a abordarlos, y sobrecogido le hablé al caballero.
- Perdóneme don Francisco, tomé esta decisión
porque no había otra forma de continuar con Amalia, y yo quiero casarme con
ella, lo que he hecho es incorrecto, pero lo encuentro justo porque ustedes
siempre se opusieron a que yo vea a su hija.
Me miró como si tuviera sangre y fuego
en los ojos, y tomándome del cuello de la camisa, me zarandeó casi gritando.
- ¡Qué te has creído so pedazo de
advenedizo, que tú te vas a burlar de mi hija, de dónde diablos serás, ni a tus
padres conozco, búscate una de tus iguales para que te cases, a ti no te
escucho nada y ahora mismo te la vas a arreglar conmigo! - Me descargó un
puñetazo en el pómulo, quiso repetir otro, pero ahí se interpuso Amalia,
suplicándole que se calme, y que al fin ella había decidido regresar a la casa
con él; y yo como no debía responder a su agresión, tomé la distancia del caso,
y él, ante la frustración de no seguir golpeándome, con una mano hizo
retroceder a su hija y con la otra sacó un revolver para dispararme, pero
frente al murmullo de la gente que nos había rodeado y por la súbita
intervención de un Policía, no pudo perpetrar su dolosa intención. En ese
instante, padre e hija tomaron un vehículo y siguieron por la misma avenida,
perdiéndose a mi vista. Yo agobiado, desilusionado y triste, volví a la casa de
Carlos, le comenté lo ocurrido, me hizo algunas reflexiones, y al otro día tomé
rumbo de nuevo a Arequipa, pues al hombre que siempre le gusta partir,
lo que más le incomoda es retornar por el mismo camino, y esa era mi más grande
derrota.
En Arequipa la busqué, y volví a convencerla para continuar a
ocultas, y después de todo, en una ocasión, refiriéndose a aquel viaje, me dijo
casi al oído.
- Cinco días hemos pasado una luna de
miel de una vida que ya no podremos vivir .
Por eso yo tuve la idea de llamar a este Diario, “Cinco
días para los dos”, porque al decirme aquello tenía razón, ya que desde aquella
vez, jamás volvimos a vivir así; desde entonces las cosas cambiaron, parece que
su madre sabía que nos veíamos, y optó por no dejarla salir, para ella yo era
el mismo diablo. Sin embargo, nos seguíamos viendo a espaldas de la luz. Al
poco tiempo viajé a mi tierra, a donde en un sueño, colmados de felicidad,
viajamos a caballo por hermosos senderos rodeados de árboles y matizadas praderas.
Luego cuando retorné de mi recordado lugar, me di con la sorpresa que ella no
estaba en Arequipa, pregunté a mis amigos, sus compañeros de aula, sus vecinos,
pero todo fue en vano, al fin me convencí que ya no estaba.
Ahora sin ella, me he detenido como un
árbol que palidece solitario en los polvorientos caminos, y que en sus tallos
sólo cuelgan los vestigios de un nido y el recuerdo vivo de aquellos días
muertos; ahora que sólo me rodea la soledad y el desencanto, aún siento el
aliento de ver adelante extendido el camino lejano y desconocido.
Arequipa, 14 de febrero de 1976.
Oliverio, terminó de leer el Diario, y la estatua del pasado despertó en
su memoria y comenzó a recorrer esos días inolvidables. Habiendo transcurrido
ocho años de su idilio con Amalia, y como el tiempo nada perdona, se enteró que
cuando ella se había desaparecido como si la tierra la hubiera sepultado, sus
padres la habían mandado a la ciudad de Lima, para que allí continúe sus
estudios. Sabía que ahora se encontraba en Arequipa, y al rememorar lo vivido,
taciturno abrió las cortinas de la ventana, y con las pupilas humedecidas,
observó que unos celajes se ahogaban en las olas turbulentas de un lago.
Después
de pensar en ella varios días, Oliverio, tomó el tren de las siete y viajó
durante toda la noche para amanecer en Arequipa. Por la mañana en el hotel
donde se hospedó, se afeitó con pulcritud y se vistió tan elegante como un
artista que va hacer su debut. Ya sabía donde trabajaba Amalia, fue allí con la
emoción y recelo del que va a lanzarse a un estanque sin saber todavía la
temperatura del agua. La hizo llamar con el portero, y al cabo de unos minutos,
se asomó presurosa sin pensar en lo más remoto que encontraría a Oliverio, sus
pupilas temblaron en sus grandes ojos y su faz seguía siendo bella como la
describió en el Diario, se puso pálida en el talle de su busto que parecía
llamar al abrazo, pero tomando la serenidad que las mujeres tienen en esas
circunstancias, se acercó a él con la normalidad del caso, sin expresar la
efusión que latía en su ser. Oliverio sonrojado y rebosante de alborozo, la
saludó emocionado, pero únicamente con un estrechamiento de manos, y le dijo.
- He
venido trayéndote este relato, quiero que tú lo leas -. Ella, henchida de
regocijo lo recibió y le dijo conmovida.
-
Muchas gracias Oliverio, hoy mismo lo leeré. Dime y tú, ¿has venido por unos
días o te quedarás aquí?
- No,
yo trabajo en Oruna y sólo he venido a verte para entregarte estas páginas, y
hoy mismo me regreso en el último tren.
Él, que
en las cosas del corazón era casi integérrimo, sin más alegorías se despidió
enternecido besándola en la mejilla, sin dejar de expresar el cariño latente
que guardaba en su interior. Y se retiró feliz por haberla visto y porque sabía
que ella volvería a recordar lo que vivieron; y por otro lado, se retiró triste
pensando en que ya no la volvería a ver, y porque ambos seguirían viviendo en
mundos diferentes. Pensaba casi hablando. - Una sola vez se vive y una sola vez
se muere, y también una sola vez se pierde el amor.
Y
verdaderamente, Amalia y Oliverio habían perdido el talismán más preciado que
es el amor, y ahora van por rutas diferentes como dos hojas de otoño que acarrea
el vendaval. Ellos habían dilapidado el valor sublime de lo que al comienzo
nació, dejaron pasar mucha agua turbia bajo su propio puente, y las relaciones
que se llevan así, tienen consecuencias desdichadas.
Amalia,
salió de su trabajo, guardó el Diario en su alcoba y después de realizar las
atenciones del hogar, se encerró a leer aquellas páginas que describían los
años más bellos que pasó con Oliverio, y antes de terminarlo, sus lágrimas
mojaron esas hojas descoloridas por los años. Luego buscó un cofre que tenía
oculto y del tapiz interno de esta reliquia, sacó la fotografía de Oliverio,
del joven que una vez quiso con frenesí y que hoy volvía a buscarla con la
misma ternura de ayer, miró su rostro en la foto, cerró los ojos y pensó en
aquel hombre que había vuelto acaso tan inesperadamente; sin embargo hubiese
querido preguntarle de su vida, decirle que se quede, o tal vez volver a
empezar. Eran las ocho y media de la
noche, y llevada por una decisión íntima, tomó su cartera, salió de su casa y
en un automóvil se dirigió a la estación para alcanzar a Oliverio; al llegar a
los pórticos, sintió las campanadas en señal de partir, se abrió paso entre el
gentío, trató de ubicarlo recorriendo con la mirada los ventanales del tren,
pero por el brillo de los cristales, no pudo ver con claridad; en cambio él,
desde la claraboya de su asiento la vio aproximarse, y ante la presencia de su
imagen, se levantó como un resorte, de un salto bajó del vagón, y al juntarse
los dos cuerpos, se abrazaron con toda la energía de los seres que se aman, se
miraron un instante y se besaron con ansiedad como si allí comenzara y
terminara el mundo, pero en ese instante, entre los chirridos que producía el
ferrocarril, sintieron el grito de un niño que se acercaba a los dos:
-
¡Mamááá!
Ella
entre exaltada y atónita, pronunció suave como para que escuche sólo Oliverio:
- Es tu
hijo.
Un
hombre desde el portón donde se despiden los viajeros, lo vio todo, con el
rostro crispado de dolor y amargura, como si la tierra le faltara a los pies,
era su esposo.
EL ECLIPSE
Javier tomó
la flecha con cacha de lloque que le hizo su padre, y salió al campo a cazar
palomas. En ciertas ocasiones iba acompañado de otros mozalbetes, pero esta vez
fue solo, recorría los andenes agazapándose en los montes obstinado en lograr
su cometido; de rato en rato una perdiz silbaba en la pradera, y él la
rastreaba como un gato montés, y así llevado por la vehemente persecución de
las aves, llegó hasta la propiedad de sus padres ubicada en “Lojentaca”, allí
apenas cazó una torcaza que distraída en una roca adornaba la mañana.
Al cabo de una hora, cuando el sol
ascendía dos cuartas de la penumbra, de súbito comenzó a obscurecer. Ante este
fenómeno, el chiquillo se vio en apuros, miró los cerros opacos y al levantar
la vista al cielo, el sol no estaba, pensó que se había regresado para
ocultarse tras las colinas, y todo a su alrededor se tornó nebuloso como una
noche de luna.
Al frente se erguía el torvo y elevado
cerro “Cajena”, sus abruptos y roídos peñascos daban el aspecto de enormes
féretros que podían desprenderse y rodar hasta donde él estaba; a lo lejos
divisó el poblado, cuyos techos apenas reflejaban, y la torre con los mojinetes
de las casas, semejaban un castillo tétrico y abandonado. Javier, confundido
tomó el camino para retornar, anduvo cierta distancia y a su paso se abrió el
vacío de la “Quebrada de Lojentaca”; desde el borde miró el silencio tenebroso
de sus oquedades, observó el otro borde
del desfiladero y determinó cruzar a la carrera. Se puso la flecha en el cuello
y corrió sobresaltado hacia adentro, y cuando estuvo en lo más profundo de la
trayectoria, no miró a ningún lado, subió la cuesta empapado de sudor frío, y
al llegar a la cima de la otra ribera, escuchó el grito característico de “la
cabeza”:
“Wuacacacaca... Wuacacacaca...”
Al volver la vista al fondo de esa
escabrosa geografía, vio que un bulto negro en forma de cabeza humana, iba
quebrada arriba dando vueltas como un ovillo en la espesura de los matorrales,
y a la vez, votando chispas como candelillas de fuegos artificiales. Y en este
trance ocurrió lo inesperado; el espectro cambió de rumbo y siguió los pasos del
pequeño; éste arrancó desesperado hacia la villa, acortando las bajadas y
subidas del camino, y cuando ascendía alguna pendiente, miraba hacia atrás y
veía que esa imagen lo perseguía gritando, volando y tropezando en las piedras
de la senda.
El pebete arribó a la ciudadela, y al
llegar a su casa encontró la puerta cerrada, exasperado empujó y golpeó
repetidas veces, y como nadie contestaba, corrió hacia la casa de su abuela
Rosalía. En las calles no había un alma, apenas observaba las paredes blanquecinas
de las casas y algunos perros que trotaban indiferentes, cruzó las esquinas
presuroso y jadeante, y por fin estuvo en la morada de su protectora, de un
empellón abrió la puerta y penetró hasta la cocina donde encontró a la
veterana; se envolvió en su mantón y gimoteando repitió:
- ¡Cierra la puerta! ¡Cierra la puerta!
La anciana pensó que su nieto se había
asustado del eclipse, y le dijo.
- ¿Qué pasa
hijo? Esto ahorita acaba, no es nada malo.
Pero el niño poseído de histerismo,
señalaba la puerta como si alguien iba a entrar, y ella que estaba sentada en
el poyo frente al fogón, cargando sus ochenta años de vida, cogió su bastón y
se incorporó lentamente, salió a observar la calle y allí no advirtió nada,
excepto que el resplandor del día, volvía a su normalidad; sin embargo, al
sentir un aciago presentimiento, cerró la puerta y la trancó con una barreta,
se frotó con las manos sus albos cabellos, y desde la puerta del patio extendió
la mirada al cielo y oró devotamente. Terminada la oración fue a preguntar al
niño, el por qué se había asustado, él recostado en sus faldas, con el
semblante pálido, le contó en suspenso lo que se le había presentado; y ella le
explicó:
- Eso que has visto, es un ave que sale
en las noches a buscar luciérnagas, y la candela que derrama, es la sangre que
le fluye del cuerpo al chocar en las piedras, porque no mira bien, y esta vez
se ha equivocado por el eclipse, pues ha salido de día, creyendo que era
denoche.
Según la creencia antigua, este trasgo
inefable que al solo oírlo causa espanto, recorre los caminos para borrar los
pasos de quien va a morir.
Javier, después de escuchar a su
abuela, en forma inexplicable sufrió un vértigo, y un fluido de sangre le brotaba
de la nariz. La anciana con dificultad lo condujo hasta su recámara, y salió
preocupada para pedir a un vecino que traiga al sanitario.
Desde ese día el niño cayó enfermo.
Don Felipe, su padre, optó por el
tratamiento médico, lo hizo ver en el hospital de Arequipa, pero al poco tiempo
regresó más agobiado, porque los médicos no diagnosticaron la causa de su mal.
De ahí que en su hogar, procuraron aliviarlo con remedios caseros, buscaron al
zahorí más famoso, pero éste, después de hacer la entrega a la tierra, les dijo
que la curación fue muy tarde. Entonces recurrieron a médicos naturistas, a
grupos religiosos; pero en el convaleciente avanzaba la enfermedad. Se quejaba
en forma continua, le dolía la cabeza y la fiebre le subía. Su madre prendía
velas a los santos de su alcoba, rezaba compungida en el templo, clamando a
Dios que alivie a su hijo.
Pero la naturaleza guarda en las
entrañas de la tierra, del agua o el aire, un ser omnipotente, receloso y
enigmático que todo lo puede, no se trata de la creencia en Dios, ni en los
maleficios del Diablo; es un ser que vive como un guardián invisible en el seno
de la existencia, que puede definir el destino de los mortales, cuyo designio,
sólo conocen por los efectos que produce. Y esta vez, había mirado al párvulo
como su futuro cordero. Javier era un niño hermoso, nacido en primavera, tenía
los ojos claros como mares despejados, y sus blondos cabellos volaban sobre su
frente.
Y una tarde que jamás se olvidará en
Carumas, la atmósfera se puso gris y áureos rayos rasgaron la torva nube, a
distancia los truenos retumbaban en la puna, y en la bóveda plomiza que cubría
el cosmos, los relámpagos iluminaban como luces de bengala; del sur
arremetieron estruendosos huracanes que retorcían a los árboles bramando como
bueyes, tumbaban los maizales y hacían volar los techos de calamina. El cielo cual un cántaro roto vació una desgarradora
tormenta, una lluvia de granizo que caía como cascajo, y frente al cerro “Marca
Collo”, el aguacero se veía como un tejido de maromas extendido en el espacio.
La gente aterrada se refugió en sus casas, y el estrépito de los techos sonaba
como la descarga de una artillería. Los que vivían en el campo se cobijaban en
las grutas, y hasta los furtivos jumentos se guarecían bajo las frondas. Los
pobladores se alarmaron como si esto fuera el juicio final. Por fin calmó la
tormenta y cuando se despejó la borrasca, se escuchó el doble luctuoso de las
campanas, su melodía vibraba en los aires, faldeaba los cerros y se iba por los
caminos, llegaba a las aldeas y entristecía a los labriegos, sobretodo su
llamado se acentuaba en los parques y veredas del pueblo.
Javier había muerto.