jueves, 15 de septiembre de 2011

VISIÓN EN LA NOCHE - CUENTOS




HOJAS DE OTOÑO
Oliverio, obstinado, buscaba entre sus papeles  antiguos  un  Diario  que  escribió ocho años atrás, y por fin, después de su empecinada búsqueda, lo encontró en un desvencijado cartón, sacudió el polvo de las hojas descoloridas y comenzó a leer con avidez:
CINCO DÍAS PARA LOS DOS
Sigo viviendo en una casona de la calle Arica, precisamente en uno de los cuartos del segundo patio donde a primera vista, parece no habitar nadie. Aquí es donde todos los días amanezco ansioso a ver con qué tono me espera la vida, con qué intensidad alumbran las primeras luces que aquí llegan filtrándose por las hojas de un molle envejecido; donde también siento las horas crepusculares apagando las miradas de cada cosa y envolviendo de silencio el semblante de los muros que parecen encontrarse atrás de un cementerio. Y a propósito, aquí es donde muchas veces como ésta, recuerdo aquel viaje, esas sonrisas junto al río, quién sabe toda una vida que cambió su rumbo a mitad del camino.
Mi idilio con Amalia terminó un lunes delmes de abril, antes debo confesar que no hubiese querido  relatar  este  pasaje  tan  íntimo,  que  para otros creo no tenga mayor importancia, creo que si lo hago es por pura consolación, quizá para dejar constancia de lo vivido, o tal vez  para yo mismo leerlo algún día.
Como decía, desde ese lunes ya no nos unía nada, apenas el último encuentro y el recuerdo de lo que pasamos en tres años, que para el corazón eran como tres lustros, pero diremos sencillamente tres años, o un pasado que tarde o temprano se tenía que olvidar. La mañana inolvidable en que decidimos  separarnos  estábamos  en  esta  misma habitación en que hoy escribo, y en esos ratos leños de la despedida, añoramos la plácida inauguración de ese romance.
De lo que nos conocimos, hacía mucho tiempo, justamente en una casona colonial de la calle Santa Catalina, donde ella vivía, y yo llegué allí buscando una habitación para alquilar. Vivíamos en  el  segundo  piso,  sólo  nos  separaba  el  vacío del patio que palidece en la primera planta y los añejos balcones que cuelgan en las blanquecinas paredes. Había transcurrido cerca de un o y no tuvimos  ni  una  cordial  amistad.  Sólo  una  tarde en  que  los  vientos  otoñales  traían  hojas  secas  a su adoquinado patio, mientras me afeitaba en uno de sus ángulos, con el rabillo del ojo vi que a la puerta asomó una silueta, luego descubrí que era ella, quien a la vez me estaba observando, y me pareció que jamás antes la había visto; tenía la faz despejada y sus ojos eran grandes y enigmáticos como dos océanos llenos de sol, para  mirarla mejor traté de decirle algo, hasta ese momento aún no sabía su nombre.
Desde entonces, yo me acercaba apacible a todo cuanto la rodeaba.
Por  las  mañanas  íbamos  a  las  clases  de  la universidad, y por las tardes recorríamos los parques escuchando embelesados el lenguaje delicado con que se expresan las aves. Por las noches, pasaba  a  su  departamento  a  pulsar  una  guitarra cuyos acordes vibraban al unísono de su voz.
El día lo esperábamos con singular alborozo, ella abría las persianas, y yo la miraba ilusionado a través de los cristales, el cielo era más claro y más  hondo  con  la  franja  límpida  de  su  mirada, que hasta tornaba más bella la arboleda movediza de una huerta vecina.
Amalia andaba siempre apurada y sus ojos se posaban en las cosas lejanas y misteriosas; éramos felices compartiendo nuestros anhelos, cuando volvíamos a la vieja casona como dos palomas a su cálido eucalipto.
Y una vez, pensé: para que esta relación sea con respeto y pulcritud, debo hablar con su madre; me puse mi   terno de fiesta, y fui a pedirle permiso para ir con ella al cine, cosa que se me negó con toda cordialidad.
Francisco y Lucía, padres de Amalia, no estaban de acuerdo que su hija tenga como novio a  un  joven  desconocido,  que  no  sabían  quiénes eran sus padres, y lo poco que sabían de él era que estudiaba en la universidad, que tenía ideas socialistas, que llegaba tarde a la casa y por lo de- más, era de conducta informal, no aparente para pretendiente de su hija. Ellos pertenecían a la clase media, con un caudal económico moderado, y tenían un concepto digno de la moral. De ahí que la Sra. Lucía se sentía incómoda y hasta se enfadaba al ver que su hija se veía con Oliverio.
Desde aquella vez no volví a insistir, ni hablar nada de ello con sus padres, trataba de encontrar- la lejos de la casa donde vivíamos, generalmente lo hacíamos en el Parque Universitario, frente a los claustros donde ella estudiaba. Un día en que fue  a  Mollendo  con  unos  familiares,  quedamos encontrarnos en ese puerto, y allí recorrimos las playas  jugando  con  las  gaviotas  y  escribiendo en la arena. Sus ojos en el agua tenían la gracia de dos gotas de rocío. Todas esas vivencias nos unían, como une el cauce a las orillas del río.
Pero retomemos el día en que mutuamente decidimos separarnos, que como dije, estábamos en  este  mismo  cuarto  en  que  hoy  la  recuerdo.
Pues todo lo vivido se empozaba en esa mañana, y también el futuro como una noche vacía desembocaba en esa mañana. Yo impaciente hablaba de mejores porvenires, cual marinero extraviado que señala el horizonte animando a sus tripulantes.
¿Y  por  qué  nos  separábamos?  Creo  que cuanto más nos amamos, más nos ofendimos. Oscar Wilde decía: “Es difícil no ser injusto con lo que se ama”. “Todos matan lo que aman...”.
Me parece que ya sus pies se habían cansa- do de trajinar por los bosques desconcertantes de mi camino. Esa mañana no vimos la luz del día, hablamos  de  las  ofensas  recíprocas,  y  de  nuestros sentimientos que se estaban resquebrajando; y al final acalladas las palabras, nos vino un ansia mutua de sellar la partida con el acto inolvidable que une a los mortales, y nos entregamos detrás del dolor, con la ternura más tierna, con la ternura hecha consuelo, tocando la raíz elemental de la intimidad humana. Sin embargo, aquello sólo fue considerado como una forma de la despedida. Yo la miraba pensativo y me decía: ¿sentirá algún día el vacío de mi ausencia? La besé en la frente como si recién llegara, y cuando salió del recinto, lo último que sentí fue el inconfundible traqueteo de sus tacos en las losetas del patio.
Los primeros días que pasé sin verla me propuse cumplir con diligencia las responsabilidades que el presente me imponía, trataba de orientarme de la mejor manera, cumpliendo con las obligaciones que exigía mi carrera. Seguía recibiendo con emoción las guirnaldas o las espinas que nos brinda la vida. A mi amigo Antenor le decía: "El amor es como una planta que nace donde nadie la siembra, crece en la intemperie, florece lozana y con el tiempo desaparece". Él reafirmaba: "El amor es una idea, o algo así como una enfermedad que se cura y a la postre nada queda, Oliverio, culminamos los estudios y nos vamos a otros sitios en busca de nuevos horizontes".
Habían rodado sobre el mundo, noches sin una flor ni una sonrisa, días contados al centímetro, sendas nostálgicas para mis pasos errabundos, sendas interminables que trocaban en el pestañear de madrugadas humedecidas. Y en ese ir y venir de los días, nos encontramos nuevamente, y esta vez, ¿nos hacíamos los pecadores arrepentidos?
Ninguno hizo por despedirse, los dos retornábamos de desvelos fatigados; eran nuevamente sus manos llenando el vacío de mis manos, eran mis  pies  fugaces  retornando  al  jardín  de  su  encanto; era yo acercándome a ella como una ola indecisa, como un pez moribundo, sudando en la cuesta árida de sus renuncias; por momentos se nos daba amarrar nuestros besos a porvenires in- ciertos, sin embargo yo me sentía impasible como cuando no se quiere perder la ternura que aún reverdece en la mujer amada.  Traté de persuadirla diciéndole cosas que pudieran animarla, a lo que ella respondió con una voz furtiva:
―Si ya no somos nada.
Y  nos  despedimos,  algo  así  como  si  entre nosotros hubiera un río subterráneo que nos unía secretamente;  esto  ocurrió  un  día  viernes,  y  al amanecer el sábado, me levanté temprano para ir al Comedor Universitario, fui solo y desconcertado, pero no tan abrumado como en el retorno, cuando sentí el alborozo tibio de la mañana, más que tibio frívolo, tan tibio y tan frívolo como las brechas grisáceas del final de un día. Me decía, hoy es como ayer, efectivamente, tenía el mismo tono triste que a veces recuerdo cuando escucho un canto testigo de ese dolor, tenía la melancolía que una vez me ahogaba en la fiesta de la Virgen de Cuaylani, cuando a la hora de la procesión los músicos de Somoa hacían vibrar sus clarines en el tímpano de los cerros, de las aguas y los vientos, y yo en ese transe, me alejé de la muchedumbre  para  mejor  recordarla,  sólo  acompañado  de un can señero, quien con sus orejas atentas y su expresión amical, me contagiaba su segura emoción de vida.
Y  desde  ese  momento  en  que  regresé  del Comedor Universitario, las cosas iban a cambiar, pues se me ocurrió la idea de irme con ella a un lugar lejano, donde nadie pueda hallarnos; esa idea me acompañó secretamente durante la noche. Hacía conjeturas relacionadas con una fuga, decía: cómo en mi tierra, cuando los padres se oponen a la relación amorosa de dos jóvenes, un día el pueblo amanece con una pareja menos, Dios sabe hacia dónde partirían, y pasado un tiempo regresaban casados. Cavilaba en el lugar adonde iríamos y en lo que se tenía que llevar.
Inclusive  llegué  al  extremo  de  hacer  afilar una daga, para amenazarla, o tal vez desgraciarme, si en caso se negase a partir conmigo. Al pensar en ello evocaba esa canción que dice:
Te puse puñal al pecho, patito, vámonos conmigo...”
Y llegamos al día de la partida, era viernes y ella estaba en clases, a las nueve de la mañana fui a buscarla, atisbé su aula y percibí su cabellera entre sus compañeras. Terminando la clase fuimos  al  Parque  Universitario,  allí  le  dije  que había decidido marcharme de Arequipa, y le pedí que por última vez me acompañe a pasar el día, ante esta determinación comenzó a preocuparse, parecía difusa, se callaba a intervalos y después de hacerme algunas interrogantes, aceptó mi propuesta.
Volvimos  a  la  casa  de  la  calle Arica,  y  al entrar a la habitación mostró una honda tristeza, actitud que me dio más ánimo para creer que mis planes saldrían como viento en popa. Arreglaba mi ropa en una pequeña maleta, buscaba algunos libros y hacía tocar unos discos, la miraba a hurtadillas mientras ella turbada me preguntaba.
―¿Y hacia dónde te vas a ir?
―Me voy a la ciudad de Tacna, allí termi- naré  los  estudios  y  a  la  vez  voy  a  trabajar  ―y como  hablando  conmigo  mismo,  continué―. A propósito, ¿qué número de asiento me ha tocado?
―Abrí  considerablemente  el  bolsillo  de  mi  camisa para ver mi pasaje y no confundirme con el suyo, y se lo mostré con el fin de confirmarle la decisión que había tomado.
De una u otra forma estuvimos juntos hasta las tres de la tarde, hora en que llegaron mis amigos, Antenor y Nieves, con quienes había concertado  para  que  también  sean  protagonistas  en  la estratagema de la despedida. Ella como de costumbre los saludó atenta; luego del cuarto de al lado vino Alberto Revilla, y al entrar preguntó:
―¿A qué hora partes?
―¡A  las  cuatro!  ―le  contesté,  como  diciéndole que se ponga más mosca. Miró el reloj y salió apurado anticipando―. Estamos sobre la hora, voy a traer un coche.
Cuando Alberto regresó, cada cual cogió lo que debía llevar al taxi, inclusive Amalia portaba dos frazadas.
―Suban todos, tienen que acompañarme a la empresa ―les dije. Hasta ese momento aún no sospechaba que sería constreñida a viajar conmigo, trataba de consolarme―. Oliverio, procuras venir rápido, no te olvides de escribirme, yo también iré a verte, me vas a dar tu dirección.
Volveré lo más pronto, aunque sea por un día ―le contesté. Cuando arribamos a la empresa Te juré y volví”, ya el ómnibus estaba por partir. Hice colocar la maleta en la bodega, me despedí de Antenor y me interné en el bus.
Amalia subió a alcanzarme la polaca y las frazadas,  y  según  ella,  a  despedirse,  pero  antes que llegue a los asientos que había separado, el ómnibus comenzó a avanzar, y ante esto, apresurada puso las frazadas en el asiento y besándome dijo:
Ya se va el carro.
―Sí, amor mío, y nos vamos en él, mira éste es tu pasaje ―y mirando a mis amigos le dije:― Despídete de ellos.
Ella un tanto inerme los vio sonriente moviendo la mano en señal de adiós.
Y cuando estuvimos en marcha le hablé:
―Amalia, he decidido vivir a tu lado toda la vida, y te protegeré hasta la muerte, todo va a salir bien...
Tenía las mejillas sonrosadas y sus ojos diáfanos expresaban alegría; decía dulcemente:
―No es posible, cómo puede ser esto, debiste habérmelo dicho antes, hubiese traído mis papeles, mi ropa. ¿Tú me quieres, Oliverio?
Todo está arreglado, tus papeles, tu ropa y las cosas que necesites nos van a enviar.
―¿Dónde iremos, siempre a Tacna?
―¡Sí! Y si es posible hacia el fin del mundo, donde podamos ser felices.
Jamás imaginé que estaría tan decidida a ir conmigo,  y  nos  sentimos  bien  pensando  en  los días venideros, viajando por el horizonte sin rumbo del ensueño. El viaje de Arequipa a Moquegua sólo dura cuatro horas. Llegamos a las siete de la noche y nos dirigimos por la avenida Balta a la casa de Isabel. Ella nos recibió entusiasmada junto a Oscar, su esposo, eran mis viejos amigos con quienes había cultivado una franca amistad. Isabel tomó nuestra maleta y nos hizo pasar a una habitación.
―Pasen, Oliverio, aquí van a descansar.
Era  una  pieza  con  dos  camas  y  un  espejo muy amplio donde después nos miramos la facha que llevábamos.
Amalia me habló:
―Parece  que  tus  amigos  son  muy  buenos
―se recostó en una cama y mirando al techo prosiguió―. Y pensar  que  he  vuelto  a  esta  ciudad que conocí hace tiempo de paso a Arica, pero no conozco  el  centro,  la  plaza  ―hizo  una  pausa  y cambió de idea―. ¿Y qué estarán haciendo mis padres en Arequipa? Seguro mi madre estará confundida al ver que no he llegado hasta estas horas, no sé qué harán.
Yo agregué:
Tal vez crean que nos hemos escapado, o que yo he cometido algo fatal contigo y me he fugado.
Al  advertir  que  estábamos  libres  y  solos, olvidamos  de  pensar  en  lo  que  podría  pasar  en Arequipa, y nos abandonamos en la comunión espiritual de la dulzura más íntima, entregándonos con todo el amor que había en nuestro ser.
Fue la primera noche que pasamos juntos. A la mañana siguiente, nos despertamos temprano, ella amaneció feliz, tenía el semblante límpido y la  mirada  radiante  con  toda  la  gracia  del  cielo, teníamos el anhelo de salir a contemplar el nuevo día que afuera nos esperaba como un cálido jazmín. Antes  nos  invitaron  a  desayunar,  era  la primera vez que estaba con mi compañera al lado de mis amigos. Y era tan hermoso ir con ella por esas calles angostas donde yo había trajinado en mis tiempos de colegial.
Salimos también a recorrer lugares del valle, y lo que más le impresionó fueron las vaguadas de sauces, el enjambre de los viñedos preñados de racimos, los altos pacayes haciendo sombra a las casas del camino, y ver a niños alegres escalando sus ramas para inaugurar la fiesta en el tupido follaje.
Al segundo a hicimos un paseo por el río que bajaba bordeando la ciudad, es un o crista- lino que sólo en tiempo de aguas es turbio y caudaloso, allí en su recorrido se bañan mozuelos en pozas  cercadas  con  piedras.  Y  cuando  nosotros estuvimos frente a una de sus fuentes, la veía preocupada como una gata asustada que la quieren echar al agua, pues no sabía nadar y el pozo que elegimos tenía cierta profundidad, de alguna forma la animé a zambullirse enseñándole a flotar, y al fin se sumergió en las ninfas, entre dulces son- risas y finos gritos, gozosa de alegría, mientras las burbujas del agua se perdían en los remansos de la franja cristalina en medio de la floresta.
Esa tarde fue como un milagro de felicidad, retornamos por la esmeralda de la ribera, y a la hora del crepúsculo estuvimos de regreso a la casa donde nos alojamos.
Mi intención era casarme con ella en mi tierra, pero antes de ir allí escribí a mi padre pidiéndole  dinero  para  ir  en  excursión  a  la  ciudad  de Santiago, cosa que fue mentira y que pasado un tiempo desmentí tal patraña. Llegó sin demora el pedido y al amanecer de un día sábado, partimos a la ciudad de Tacna.
Al  partir  enviamos  una  carta  a  mi  amigo Nieves, recordándole que envíe los papeles y la ropa de Amalia, ahí le indicamos la dirección de Oscar. En el viaje, todo marchaba bien, excepto la preocupación de que podían hacerla quedar en los controles por falta de documentos personales. Pero por suerte, a ella y otro señor no les pidieron identificarse, nuestro susto pasó cuando reanudamos la marcha.
Entre los pasajeros había un mutismo, y yo tenía  mayor  razón  de  ir  callado,  puesto  que  en mi cerebro había un torbellino de ideas, miraba las  pampas  húmedas  y  terrosas  del  contorno,  y pensaba en lo que estaría ocurriendo en Arequipa, seguro sus padres estarían haciendo caer el cielo sobre  la  tierra,  y  a  la  vez,   por  delante  tenía  la ilusión de vivir juntos en otras latitudes. Al entrar a Tacna, los mismos arbolitos delgados y no muy altos, lucían descoloridos frente a las plomizas veredas, y bajo el cielo nublado el aire tibio mostraba  la  vida  sencilla  y  lozana,  trayéndome añoranzas de quimeras pasadas.
En Arequipa, los padres de Amalia, desde la noche  que  no  llegó  a  su  casa,  estuvieron  en  un sobresalto, preguntaron a sus otros hijos que estudiaban secundaria; al siguiente día dieron parte a la policía, indagaron en la universidad sobre el domicilio y la procedencia de Oliverio, principal- mente Francisco, recorría de sitio en sitio preguntando a sus compañeros de estudio, era tan difícil dar con su habitación, porque los estudiantes que vienen de provincias viven en conventillos donde hay tanta gente que casi nadie los conoce, y al no encontrar la pista, retornaba a su hogar con la cólera y el odio del toro que en el ruedo le han dado la estocada en su propio orgullo.
Otra vez salió con su esposa, y por las indicaciones que dieron los que lo conocían, fueron hacia la dirección próxima a su residencia. Fran- cisco repetía: "¿Dónde vivirá este granuja? ¡Quizá hasta la ha exterminado a mi hija!", y como preguntaban casi a todos los que encontraban, alcanzaron a un paisano del desaparecido, éste los llevó precisamente al cuarto donde vivía, dicho sea de paso, a donde se había mudado de la calle Santa Catalina, la puerta estaba con candado, y los vecinos les comunicaron que sólo ahora lo veían a Nieves, también estudiante universitario. En ese instante fueron a la PIP, y con un efectivo regresaron por la noche, el policía interrogó severamente al estudiante, quien amedrentado por el investigador habló que realmente Oliverio se había ido con su hija, además entre los papeles de su mesa encontraron la carta con la dirección del raptor.
Francisco  se  despidió  del  policía,  y  voló  a comprar el pasaje para ir a recuperar a su hija y si es posible eliminar al rufián, no encontró pasaje porque era muy tarde, sólo le vendieron para el siguiente día, desesperado y nervioso fue a buscar a un amigo ex guardia para comprarle un revólver, y sin avisar a nadie, lo guardó en el bolsillo de su saco.
Esa noche casi no durmió con la ira que le alborotaba el pecho. Al otro día muy temprano, al despedirse de su esposa le dijo: "¡Ojalá que no lo encuentre a ese granuja!", y continuó pensando, “porque le voy a destapar los sesos; ahora ya sé por qué este hijo de puta se ha cambiado de casa”.
En Tacna llegamos a la casa de Carlos, mi recordado primo a quien volví a ver de muchos años,  él  ese  día  llegó  de Toquepala,  y  pasamos contentos junto a su esposa y sus hijos; pero por la tarde me llegó un telegrama de Óscar diciéndome que a las 6 pm le hablara por teléfono, y cuando  lo  llamé,  me  dijo:  “El  padre  de Amalia ha venido y de inmediato ha tomado un carro a Tacna, en este momento estará llegando a la casa de Carlos”.
Tomé un auto y  retorné rogando que aún no haya llegado para fugarnos a otro sitio. Tenía la idea de ir a La Convención y Lares, donde una vez  prometí  a  los  pobladores  volver  a  trabajar con  ellos;  pero  al  voltear  una  esquina  reconocí a Amalia que bajaba con su padre por la avenida Alfonso Ugarte, fui a abordarlos, y sobrecogido le hablé al caballero:
―Perdóneme, don Francisco, tomé esta de- cisión  porque  no  había  otra  forma  de  continuar

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 con Amalia, y yo quiero casarme con ella, lo que he  hecho  es  incorrecto,  pero  lo  encuentro  justo porque ustedes siempre se opusieron a que yo vea a su hija. Me miró como si tuviera sangre y fuego en los ojos, y tomándome del cuello de la camisa, me zarandeó casi gritando.
―¡Qué te has creído, so pedazo de advenedizo, que te vas a burlar de mi hija, de dónde diablos  serás,  ni  a  tus  padres  conozco,  búscate una  de  tus  iguales  para  que  te  cases,  a  ti  no  te escucho nada y ahora mismo te la vas a arreglar conmigo!
Me descar un puñetazo en el pómulo, quiso repetir otro, pero ahí se interpuso Amalia, suplicándole que se calme, y que al fin ella había decidido regresar a la casa con él; y yo como no debía responder a su agresión, tomé la distancia del  caso,  y  él,  ante  la  frustración  de  no  seguir golpeándome, con una mano hizo retroceder a su hija y con la otra sacó un revólver para disparar- me, pero frente al murmullo de la gente que nos había rodeado y por la súbita intervención de un policía, no pudo perpetrar su dolosa intención.
En  ese  instante,  padre  e  hija  tomaron  un vehículo y siguieron por la misma avenida, perdiéndose a mi vista. Yo agobiado, desilusionado y triste, volví a la casa de Carlos, le comenté lo ocurrido, me hizo algunas reflexiones, y al otro día  tomé  rumbo  de  nuevo  a  Arequipa,  pues  al hombre que siempre le gusta partir, lo que más le incomoda es retornar por el mismo camino, y esa era mi más grande derrota. En Arequipa la busqué,  y volví a convencerla para continuar a ocultas, y después de todo, en una ocasión, refiriéndose a aquel viaje, me dijo casi al oído.
―Cinco días hemos pasado una luna de miel de una vida que ya no podremos vivir .
Esta frase me dio la idea del título de este Diario, porque al decirme aquello tenía razón, ya que desde aquella vez jamás volvimos a vivir así; desde entonces las cosas cambiaron, parece que su madre sabía que nos veíamos, y optó por no dejarla salir, para ella yo era el mismo diablo.
Sin embargo, nos seguíamos viendo a espaldas de la luz. Al poco tiempo viajé a mi tierra, a donde en un sueño, colmados de felicidad, viajamos  a  caballo  por  hermosos  senderos  rodeados de árboles y matizadas praderas. Luego cuando retorné de mi recordado lugar, me di con la sorpresa que ella no estaba en Arequipa, pregunté a mis amigos, sus compañeros de aula, sus vecinos, pero todo fue en vano, al fin me convencí que ya no estaba.
Ahora sin ella me he detenido como un árbol que palidece solitario en los polvorientos caminos, y que en sus tallos sólo cuelgan los vestigios de  un  nido  y  el  recuerdo  vivo  de  aquellos  días muertos; ahora que sólo me rodea la soledad y el desencanto, aún siento el aliento de ver extendido el amplio horizonte lejano y desconocido.
Oliverio terminó de leer el Diario, y la estatua del pasado despertó en su memoria y comenzó a recorrer esos días inolvidables. Habiendo transcurrido ocho años de su idilio con Amalia, y como el tiempo nada perdona, se enteró que cuando ella se había desaparecido como si la tierra la hubiera sepultado, sus padres la habían mandado a la ciudad de Lima, para que allí continúe sus estudios. Sabía que ahora se encontraba en Arequipa, y al rememorar lo vivido, taciturno abrió las cortinas de la ventana, y con las pupilas humedecidas observó  que  unos  celajes  se  ahogaban  en  las  olas turbulentas de un lago.
Después de pensar en ella varios días, Oliverio tomó el tren de las siete y viajó durante toda la noche para amanecer en Arequipa. Por la mañana en el hotel donde se hospedó, se afeitó con pulcritud y se vistió tan elegante como un artista que va a hacer su debut. Ya sabía dónde trabajaba Amalia, fue allí con la emoción y recelo del que va a lanzarse a un estanque sin saber todavía la temperatura del agua. La hizo llamar con el portero, y al cabo de unos minutos, se asomó presurosa sin pensar en lo más remoto que encontraría a Oliverio, sus pupilas temblaron en sus grandes ojos y su faz seguía siendo bella como la describió en el Diario. Se puso pálida en el talle de su busto que parecía llamar al abrazo, pero tomando la serenidad que las mujeres tienen en esas circunstancias, se acercó a él con la normalidad del caso, sin expresar la efusión que latía en su ser.
Oliverio, sonrojado y rebosante de alborozo, la  saludó  emocionado,  pero  únicamente  con  un estrechamiento de manos, y le dijo:
―He  venido  trayéndote  este  relato,  quiero que tú lo leas.
Ella,  henchida  de  regocijo,  lo  recibió  y  le dijo conmovida.
―Muchas gracias, Oliverio, hoy mismo lo leeré. Dime, y tú, ¿has venido por unos días o te quedarás aquí?
―No, yo trabajo en Oruna y sólo he venido a verte para entregarte estas páginas, y hoy mis- mo me regreso en el último tren.
Él, que en las cosas del corazón era casi integérrimo, sin más alegorías se despidió enternecido besándola en la mejilla, sin dejar de expresar el cariño latente que guardaba en su interior. Y se retiró feliz por haberla visto y porque sabía que ella volvería a recordar lo que vivieron; y por otro lado, se retiró triste pensando en que ya no la volvería a ver, y porque ambos seguirían viviendo en mundos diferentes.
Pensaba  casi  hablando:  "Una  sola  vez  se vive y una sola vez se muere, y también una sola vez se pierde el amor".
Y verdaderamente, Amalia y Oliverio habían perdido el talismán más preciado que es el amor, y ahora iban por rutas diferentes como dos hojas de  otoño  que  acarrea  el  vendaval.  Ellos  habían dilapidado el valor sublime de lo que al comienzo nació, dejaron pasar mucha agua turbia bajo su propio puente, y las relaciones que se llevan así tienen consecuencias desdichadas.
Amalia salió de su trabajo, guardó el Diario en su alcoba y después de realizar las atenciones del hogar, se encerró a leer aquellas páginas que describían los años más bellos que pasó con Oliverio, y antes de terminarlo, sus lágrimas moja- ron esas hojas descoloridas por los años.
Luego buscó un cofre que tenía oculto, y del tapiz interno de esta reliquia sacó la fotografía de Oliverio, del joven que una vez quiso con frenesí y que hoy volvía a buscarla con la misma ternura de ayer, miró su rostro en la foto, cerró los ojos y pensó en aquel hombre que había vuelto acaso tan inesperadamente; sin embargo, hubiese querido preguntarle de su vida, decirle que se quede, o tal vez volver a empezar.
Eran  las ocho y media de la noche, y llevada por una decisión íntima, tomó su cartera, salió de su casa y en un automóvil se dirigió a la estación para alcanzar a Oliverio.


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 Al llegar a los pórticos, sintió las campanadas en señal de partir, se abrió paso entre el gen- tío,  trató  de  ubicarlo  recorriendo  con  la  mirada los ventanales del tren, pero por el brillo de los cristales, no pudo ver con claridad.
En cambio él, desde la claraboya de su asiento, la vio aproximarse, y ante la presencia de su imagen,  se  levantó  como  un  resorte,  de  un  salto bajó del vagón, y al juntarse los dos cuerpos, se abrazaron con toda la energía de los seres que se aman, se miraron un instante y se besaron con ansiedad como si allí comenzara y terminara el mundo. Pero en ese instante, entre los chirridos que producía el ferrocarril, sintieron el grito de un niño que se acercaba a los dos:
―¡Mamááá!
Ella, entre exaltada y atónita, pronunció suave como para que escuche sólo Oliverio:
―Es tu hijo.
Un hombre, desde el portón donde se despiden los viajeros, lo vio todo, con el rostro crispa- do de dolor y amargura, como si la tierra le faltara a los pies. Era su esposo.





VISIÓN  EN LA NOCHE

Héctor cursaba el primer año de primaria; y una vez en que no llegó temprano a la escuela, su profesor a la hora de salida lo castigó desde las cinco hasta las seis de la tarde. A esa hora, se dirigió al Relámpago, su chacra, a traer sus ovejas; obligación que cumplía cotidianamente. A todo paso abandonó el pueblo y en medio camino lo sorprendió la noche. Aunque él no temía, estaba acostumbrado a las sendas oscuras y silentes, cruzó el mismo barranco donde se suicidó el Cojo Manzano, y esta vez no tenía por qué amilanarse.
Llegó a la meta, fajó el cuerpo de las ovejas con las cadenas que hacían de amarras, y dio inicio al retorno. Ahora regresaba en mejores condiciones, no sólo lo acompañaban su silbo contrito y las aves que aún no dormían, pues la existencia de los ovinos era la cáfila más confidencial. Pero al entrar a la quebrada Encantada, sintió miedo, un miedo natural que los niños experimentan en raras ocasiones, y para mayor desventaja, la quebrada estaba copada de agua, de esa agua turbia que en las noches dondonea golpeando los dedos embrujados de las piedras. Y por esa sima era el camino.
Los mamíferos en tales circunstancias ya no eran arreados por el pequeño; éstos, en un afán instintivo, apuraron el paso y entre los follajes se perdieron  a  los  ojos  de  Héctor.  Él  no  podía  seguirlos, aún era tierno, su cuerpo ampuloso y lo escarpado de la bajada no se lo permitieron. De alguna manera quería hacerse compañía, trataba de cantar o de silbar, pero ni eso podía. Sintió entonces que el agua bramaba más fuerte, y turbado de asombro vio que una nube densa con gran estruendo daba vueltas en remolino, y tomando la forma de una fiera desconocida, frotó los breña- les y se fue estrepitosamente bordeando los abismos.
Ante aquel espectro, inundado de terror, el niño permaneció mudo, asustado como un ratón escondido ante la búsqueda de su cazador; trataba de no dejarse sentir, de pasar inadvertido. Estaba cobijado en los matorrales de la quebrada. Luego ese extraño y lacerante sonido del agua se convirtió en un tropel arrollador de numerosos caballos; y cuando volvió la vista a su retaguardia, se le aparecieron unos potros blancos y misteriosos, como si fueran hechos con bellotas de algodón. Bajaban jalando una carreta con barandillas doradas, y encima, sofrenando las riendas, iba un ser fantasmagórico. Era un hombre de traje diamantino y con espuelas de plata, la mirada le brillaba con gran fluorescencia y la cara aporcelanada parecía una estrella diminuta erosionando. En las manos llevaba un zurriago que hacía números en el aire, y de sus botines se oía el chillido  de las espuelas. Los caballos parece que no ponían los cascos en el suelo; sólo los herrajes iban derramando cruces de candela que al caer a los escombros se apagaban. Al fin, pasó esa imagen monstruosa, que al juzgar no se percató de la existencia de Héctor; se alejó arroyo abajo y sólo en esa cuenca quedó un silencio aciago y horripilante.
El pequeño mozuelo se encontraba asido a una rama de arbusto, como si esta fuera una mano amiga,  después  de  aquel  momento  nefasto;  el murmullo del torrente había calmado, y el viento como un potro heroico resoplaba exhalando el húmedo rumor del pasado.
Con los ojos pavorosos el infante inspeccionó diversos flancos, y convencido que ya no estaba esa visión fantasmal, sintiéndose en ese tétrico estado de abandono, ahogado de ansiedad, dio un suspiro que terminó en un grito de trágica agonía, cuyo eco se repetía en las concavidades del acantilado. Siguió gritando con un llanto desconsolado, bajaba cayéndose entre los charcos, procurando arribar al camino, que a unos cien metros cruzaba el riachuelo. Por allí, a esa hora, dos labriegos venían  arreando  unos  jumentos;  y  al  momento que escucharon el gemido, no se imaginaron que un  niño  aterrado  agonizaba  en  esa  montaña. Al comienzo pensaron: “quizá es un alma en pena”; pero rápido comprendieron que era la voz de un chiquillo. Uno de ellos subió a una roca y le llamó conmovido.
―¡Oye, hijito, qué ha pasado! No llores, ven con nosotros. ―Y al reconocerlo dijo:― ¡Es el hijo de don Pedro. ¿De qué lloras, Hectitor?
Él quería explicarles, pero el agitado sollozo no le permitía hablar con claridad.
―Pobre chiquito, ¿cómo lo han mandado a estas horas, y por esos sitios tan  pesados! ―musitó el otro.
Antes de arribar al pueblo encontraron a su padre, don Pedro, quien al ver a su hijo con los ojos llorosos y poseídos de pánico, dijo a los labriegos:
―Hace unos momentos, en mi casa, estábamos preocupados al ver que las ovejas llegaron y el chiquitín no venía. Pensamos que se habría quedado a jugar en la calle, pero al no encontrarlo he venido por aquí.
Sus acompañantes le refirieron la forma en que lo hallaron y las escenas horrorosas que dijo haber visto. Al llegar al pueblo, don Pedro se des- pidió de sus amigos y se fue con su hijo por una calle silenciosa que casi nadie transitaba.
Cuando retornaron al hogar, allí nadie había presentido  lo  ocurrido  al  pebete,  excepto  doña Grimaneza,  su  madre,  quien  confundida  en  la puerta de la cocina contemplaba la noche, con el alma enlutada y abatida de presagios. Héctor, sin reparar en nada, fue corriendo a abrazarla, puso su rostro a la altura de su cintura, y trató de protegerse o esconderse en su regazo. Ella con es- fuerzo lo levantó en sus brazos, le besó la frente y se puso afligida, al verle el semblante pálido y su cuerpo desfallecido; lo cubrió con su mantón, y lo arrulló en su pecho, mientras él le contaba:
―Mamita,  he  visto  al  condenado  en  unos
caballos blancos en la quebrada Encantada.
Lo condujeron al dormitorio y, al borde de la  cama,  sus  padres  y  sus  hermanos  velaron  su mal estado; tenía mucha fiebre y durante la noche deliró en forma intermitente.
Su padre acudió a la posta médica; pero se dio con la sorpresa que allí no había nadie. Y esa noche el niño no tuvo atención médica; solamente doña Grimaneza cogió unas hojas del cedrón que floreaba en el patio, y con otras hierbas que se cree “alivian del susto” le dio en mates, pronunciando oraciones y rogando a Dios por la salud de su hijo.
Al siguiente día, familiares y allegados sabían de la dolencia que sufría Héctor; y la mayo- ría del lugar aconsejaban a sus padres que lo hicieran ver con un curandero, porque habiéndose asustado en ese sitio llamado El Malpaso, allí se le había quedado el ánimo, y era necesario retornarlo a su cuerpo.
Asimismo, personas conocidas como el sanitario Rivas visitó también al pequeño paciente que seguía postrado, con el aspecto cetrino, los párpados tumefactos y toda su contextura desfallecida.  La  fiebre  le  había  subido  y  transido  de congoja manifestaba lo que había soñado, que se traducía en visiones raras que lo perseguían. El sanitario le dio unas pastillas y un jarabe para re- habilitarlo, y dijo a su padre:
―Esto no es nada, Pedro, apenas es un fuerte resfrío y no tienen por qué preocuparse.
La señora Grimaneza, que acababa de penetrar en la habitación, preguntó:
―Sr. Rivas, ¿qué será lo que tiene mi hijo? Todos me dicen que es “susto”; por eso voy hacerle llamar el ánimo.
A lo que el sanitario contestó, algo sonriente, haciendo notar su diente de oro:
―Esas son supersticiones y creencias de los antiguos. Recurrir a los brujos es ignorancia, hay que creer en la ciencia y sus adelantos.
Un  anciano  comedido  llamado  Víctor  Lo- cumberry, quien desde su asiento lo había escuchado, levantó su borsalino más arriba de la frente y botando al hombro una punta de su poncho miró al sanitario y le dijo:
―Oye, Rivas, dices que este niño ha visto  alucinaciones.  Esos  fantasmas  existen,  sólo que unos no podemos verlos. Los arrieros en sus viajes han constatado que las mulas, antes que se acerque algo sobrenatural, olfatean, orejean y se empacan. Cuando esto se presenta en mala hora, uno se queda sin ánimo y hasta se muere. Aquí a muchos han curado los adivinos, lo que no han podido hacer los médicos ―y terminó interrogando― ¿O usted qué dice, profesor Bonaherges?
El profesor aludido sacó un cigarro del bolsillo y después de prenderlo y dar la primera fumada, con perfil augusto, dijo:
―La  ciencia  en  parte  se  ha  olvidado  del hombre, es el propio hombre que guiado por sus presagios y la experiencia ha ido descubriendo su mundo interior. Entonces no podemos negar las creencias y ritos que desde antes se practican.
Todos los presentes demostraron asentimiento a su comentario.
La  señora  Grimaneza,  que  desde  la  noche anterior tenía la idea de hacer tratar a su hijo con un curandero, se sintió más animada en tal propósito,  y  poniendo  varias  tazas  alrededor  de  la mesa, invitó a sus visitantes:
―Pasen a servirse una tacita de té.
Eran las cuatro de la tarde. El sol descendía como el ojo lloroso de un viejo pensativo, doraba los pajonales y blanqueaba los caminos, gateando en los cerros y  chacaríos de la campiña.
Acabándose el día, las sombras del crepúsculo comenzaron a cubrir las hondonadas del cerro Yalamonte, donde se divisaba una casita rodeada de  eucaliptos. Allí  vivía  el  curandero  Pilco,  un viejo de rostro sombrío e indumentaria sencilla. Por la mañana, el hermano mayor de Héctor había ido a esa choza para solicitarle sus ser- vicios. Al inicio el viejo se puso reticente, pero después de muchos ruegos y propuestas, hicieron el trato.
En  la  casa  de  la  señora  Grimaneza,  la  vecindad se había reunido. Todos estaban abrigados por el frío de la noche, unos en el dormitorio don- de yacía el paciente; otros en la sala de visitas y algunas mujeres en la calinosa cocina.
Cuando llegó Pilco, entró serio mirando in- distintamente, y apenas dijo a la concurrencia:
―Buenas noches.
Y, sin detenerse, prosiguió hacia el patio preguntando por la dueña de casa. Una mozuela en la alcoba de Héctor habló en voz baja.
―Doña Grimaneza, ha llegado el brujo.
Ésta de inmediato salió a recibirlo y lo hizo pasar a un cuarto donde debía levantar “la mesa” para el pago a la tierra. El viejo se descar el atado y cuidadosamente lo puso en el piso, cerca de dos velas que iluminaban el recinto, donde debía hacer los ritos, la reverencia a los iconos y demás alegorías.
Pidió a su acompañante que le trajera coca,
vino, incienso, flores, entre otras cosas, que en la habitación tenía previstas. Desató su poncho donde traía collares, choritos, perlas y un muñequito de madera que él lo tomaba con mucha devoción. Encar que  no  hicieran  bulla,  que  se  retiraran los asistentes y los dejaran solos a él y a los padres del niño. Él mismo cerró la puerta.
Afuera,  en  el  patio,  atentos  escuchaban  la voz de Pilco, que hablaba vozarrón como si tuviera  asma.  Habiendo  transcurrido  unas  horas, los vecinos se sentían adormitados, unos sentados sobre bancas y otros recostados sobre cueros de oveja. Cerca de medianoche la señora Grimaneza salió del aposento con una chuhua6 de brasas mezcladas  con  incienso,  y  musitando  oraciones fue al lecho de Héctor, lo sahumó religiosamente pasando el sahumerio por sobre su cuerpo y regresó taciturna iluminada por las brasas.
Don Pedro dijo a sus acompañantes:
―Desde este momento, nadie debe irse, cieren la puerta de calle.
A partir de ese instante hubo un mutismo en toda la casa, apagaron las luces y la noche lentamente penetró en los sentidos con todos sus enigmas; los niños atónitos, con su inocencia preguntona, permanecían callados a lado de sus padres.


6  Chuhua: plato de arcilla.

La noche era oscura como la placa de una
radiografía.
De  pronto  a  lo  lejos  se  escuchó  un  rumor desconocido que se acercaba como una legión antigua de numerosos trinitarios. Y desde la morada misteriosa donde se encontraba Pilco, salió una voz grave y melancólica que decía:
―¡Padre  mío!  Venid  a  ver  a  tus  hijos,  te ofrecemos este sacrificio para que tengas piedad de nosotros. Bajad a la humedad de la tierra para que tu bendición nos libre de Satanás y ascendamos a tu Reino en la hora final.
Por  un  orificio  de  plomizos  nubarrones  se desplegó un rayo de luna y unas gotas de lluvia se  descolgaron  del  cielo. Ante  el  asombro  y  la expectativa de los concurrentes, se oyeron unos pasos finos y lentos en el techo del cuarto donde estaba el hechicero, y desde los aires nebulosos y transparentes, irrumpió una voz:
―Aquí estoy, hijos míos, agradezco vuestro sacrificio, sólo ha sido una prueba, desde hoy seréis protegidos.
Pilco contestó:
―¡Gracias Padre mío!
El  adivino  levantó  “la  mesa”,  hizo  un  envoltorio, y salió al patio cansado como si hubiese laborado durante todo un día, y agitando el brazo dijo.
―¡Ya, vamos!
Los varones designados para traer el ánimo
alisaron  los  zurriagos,  y  salieron  rápidamente siguiendo  al  fetichista.  Éste  caminaba  rápido  y decidido, cual soldado que va a cumplir una misión heroica. Realmente se había concentrado en arrancar el ánimo, ya sea de la tierra o del misterio, y devolverlo al cuerpo de Héctor. Al pensar en  esto,  sudaba,  andaba  agachado,  hermético  y apurado.
Cuando la comitiva se topaba con alguien en el camino, uno de los integrantes le revelaba confidencialmente de lo que se trataba y lo sumaba a la fila. Pero en el trayecto les sucedió un percan- ce. Antes de arribar a la quebrada Encantada, en el silencio de la noche, se asomó un jinete cabalgando en un potranco que marcaba el paso con galano  donaire.  El  donoso  caballero  había  sido Salvador, el domador de bridones.
―Buenas noches, caballeros.
Todos  le  contestaron.  Solamente  Pilco,  sin perder el paso, contestó entre dientes, y siguió de largo. El hidalgo intuía la finalidad de esta caravana, pero aun así, preguntó enérgico:
―¿Qué ha pasado?
Agapito, agarrando suavemente la rienda del freno, le explicó el caso sin mayores detalles y acabó diciéndole.
―Si usted no va con nosotros, contra nada
hacemos todo esto.

Pero  el  amansador  dio  un  palmetazo  en  el
anca del brioso que había retrocedido tres pasos,
y desbaratando lo dicho, contestó con aplomo:
Yo no creo en esas tonterías, así que me
disculpan.
Y continuó su rumbo. Pero don Pedro, que iba entre los últimos, le habló con más credibilidad.
―¿Cómo te va, Salvador? Fíjate, hermano, le ha ocurrido este mal a mi hijito, y estoy acudiendo a todos los medios para que se alivie, sólo te demoraremos unos minutos.
―Bueno, tratándose de ti, vamos. Además te diré que yo cualquier cosa puedo hacer por un angelito.
Cuando  llegaron  a  la  quebrada  Encantada, reinaba una apariencia de tranquilidad y sosiego, apenas  bajaba  un  hilo  de  agua,  produciendo  un sonido casi imperceptible; más arriba en el lugar de lo acontecido, El Malpaso, se abría un boquete de donde emergía una vertiente y en la misma penumbra un sapo croaba enigmáticamente.
El brujo, al escucharlo, dijo:
―¡Ahí está, ése es...!
Los demás con atención oían su rítmica melodía, hasta se embelesaban; aunque uno de ellos, al parecer el más joven, interrogó.
―¿Lo matamos?
―¡No!  ―contestó  el  viejo―.  Va  a  morir,
pero en su hora.

Por  un  instante  el  sapo  se  calló,  pero  sólo
hizo un intervalo y continuó su pieza nocturna, siempre haciendo pausas, como para advertir lo que pasaba a su alrededor.
A un lado, cerca del manantial, en un sitio aparente, hicieron una fogata de carbón, y como no hacía viento, atizaban la pira con las puntas de los ponchos. Una vez que las brasas estuvieron al rojo vivo, el viejo sacó de su fardo el contenido de “la mesa”, y orando arrodillado, lo dispersó en el fuego, y el humo aromado ascendió al cielo.
El  pequeño  músico  seguía  cantando  más fuerte y más rápido, como si estuviera en el estribillo de una canción; salió enfurecido hasta la entrada de su pretérita fuente; pero conforme los compuestos  del  bermejo  holocausto  se  iban  di- luyendo, la melodía del escuerzo se tornaba más lenta  y  más  doliente  cual  una  endecha,  estaba desconcertado y husmeaba desde el umbral de su funesta guarida.
Se acercaron a mirarlo y observaron que sus ojos reflejaban como el filo de una navaja, su cara ardía en llamas y tomaba la forma de una máscara diminuta de diablada. Pilco, un tanto molesto, exhortó a los curiosos:
―¡No se acerquen! ¡No lo miren, retírense!
Y continuó rezando frente a la hoguera.
El batracio temblaba y sentía que su cuerpo se desvanecía, entonces volvió a enclaustrarse en el fondo de su agujero.



A medida  que  se  consumían  las  brasas  de
la tea, se ponían más rojas y más redondas que parecían  los  pétalos  de  un  geranio.  El  brujo,  al contemplarlas, decía:
―¡Está bien! ¡Ahora se va con nosotros el angelito!
Pero  en  el  hueco  del  calamita  algo  había ocurrido; la música vespertina del inefable monstruo  ya  no  era  la  misma.  Pues  desde  el  interior del lúgubre boquete se oía el quejido calmado y adolorido de un ser humano, que gritaba agónica y desesperadamente como si le quemaran las entrañas con un mortífero puñal, y acabó con un lamento.
―¡Aaaaaaaayyyyyyyy!
El viejo levantó la voz y dijo:
―¡Vamos, Héctor, vamos!
Y al instante hizo sonar una campanilla que en la espesura de la noche su tilín tilín se esparció nítidamente despertando los espíritus y atrayéndolos con su melodía.
Pilco repetía:
―¡Vamos niñito, vamos a la casa!
Todos  al  unísono  le  seguían,  y  al  mismo tiempo agitaban los látigos lanzando azotazos sobre las piedras y follajes, como si llevaran a un ser invisible. Doña Grimaneza procedía de igual forma, pero con una camisa de su hijo, que flameaba en los limbos.

Cuando retornaron al pueblo, las calles esta-
ban vacías, los gallos aperturaban su canto, y la Cruz del Sur se ocultaba en la penumbra. Solamente, antes de arribar a la casa, vieron que unos bohemios se perdían en las sombras con el dondoneo de una guitarra.
Héctor  se  había  despertado  y  desde  su  habitación escuchó la voz de la campanilla, el estruendo de los latigazos y todo el murmullo de la comitiva.
Cuando estuvieron frente a él, vieron que en sus pupilas renacía la vida. Los reconoció a todos, y sin decirles palabra, les expresó todo con una dulce y cálida sonrisa.
El niño estaba sano.

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