HOJAS DE OTOÑO
Oliverio, obstinado, buscaba entre sus papeles
antiguos
un
Diario
que
escribió
ocho años atrás, y por fin, después de su
empecinada búsqueda, lo encontró en un desvencijado cartón, sacudió el polvo de las hojas
descoloridas y comenzó a leer con avidez:
CINCO DÍAS PARA LOS DOS
Sigo viviendo en una casona de la calle Arica, precisamente en uno de los cuartos del segundo patio donde a primera vista, parece no habitar nadie. Aquí es donde todos los días amanezco ansioso a ver con qué tono me espera la vida, con qué intensidad alumbran las primeras luces que aquí llegan filtrándose por las hojas de un molle envejecido; donde también siento las horas crepusculares apagando las miradas de cada cosa y envolviendo de silencio el semblante de los muros que parecen encontrarse atrás de un cementerio. Y a propósito, aquí es donde muchas veces como ésta, recuerdo aquel viaje, esas sonrisas junto al río, quién sabe toda una vida que cambió su rumbo a
mitad del
camino.
Mi idilio con Amalia terminó un lunes delmes de abril, antes debo confesar que no hubiese querido relatar este
pasaje tan
íntimo, que
para otros
creo no tenga mayor importancia, creo que si lo hago es por pura consolación, quizá para dejar constancia de lo vivido, o tal vez
para yo mismo leerlo
algún día.
Como decía, desde ese lunes ya no nos unía nada, apenas el último encuentro y el recuerdo de lo que pasamos en tres años, que para el corazón eran como tres lustros, pero diremos sencillamente tres años, o un pasado que tarde o temprano se tenía que olvidar. La mañana inolvidable en que decidimos separarnos
estábamos en
esta misma
habitación en que hoy
escribo, y en esos ratos
leños
de la despedida, añoramos la plácida inauguración
de ese
romance.
De lo que nos conocimos, hacía mucho tiempo, justamente en una casona colonial de la calle Santa Catalina, donde ella vivía, y yo llegué allí buscando una habitación para alquilar. Vivíamos en el segundo piso, sólo nos separaba el vacío del patio que palidece en la primera planta y los añejos balcones que cuelgan en las blanquecinas paredes. Había transcurrido cerca de un año y no tuvimos ni una cordial amistad. Sólo una tarde en que los vientos otoñales traían hojas secas a su adoquinado patio, mientras me afeitaba en uno de sus ángulos, con el rabillo del ojo vi que a la puerta asomó una silueta, luego descubrí que era ella, quien a la vez me estaba observando, y me pareció que jamás antes la había visto; tenía la faz despejada y sus ojos eran grandes y enigmáticos como dos océanos llenos de sol, para mirarla mejor traté de decirle algo, hasta ese momento aún no sabía su nombre.
Desde entonces, yo me acercaba apacible a todo cuanto
la rodeaba.
Por las
mañanas íbamos
a las
clases de
la universidad, y por las tardes recorríamos los parques escuchando embelesados el lenguaje delicado con que se expresan las aves. Por las noches,
pasaba a
su departamento
a pulsar
una guitarra
cuyos acordes vibraban al
unísono de su voz.
El día lo esperábamos con singular alborozo, ella abría las persianas, y yo la miraba ilusionado a través de los cristales, el cielo era más claro y más hondo
con la
franja límpida
de su
mirada, que
hasta tornaba más bella la arboleda movediza
de una huerta vecina.
Amalia andaba siempre apurada y sus ojos se posaban en las cosas lejanas y misteriosas; éramos felices compartiendo nuestros anhelos, cuando volvíamos a la vieja casona como dos palomas a su
cálido eucalipto.
Y una vez, pensé: para que esta relación sea con respeto y pulcritud, debo hablar con su madre; me puse mi terno de fiesta, y fui a pedirle permiso para ir con ella al cine, cosa que se me negó con
toda cordialidad.
Francisco y Lucía, padres de Amalia,
no estaban de acuerdo que su hija tenga como novio
a un
joven
desconocido,
que
no
sabían
quiénes
eran sus padres, y lo poco que sabían de él era que
estudiaba en la universidad, que tenía ideas socialistas, que llegaba tarde
a la casa y por lo de- más,
era de conducta informal, no aparente para pretendiente de su hija. Ellos pertenecían a la clase media, con un caudal económico moderado,
y tenían un concepto
digno de la moral. De ahí que la Sra. Lucía se sentía incómoda
y hasta se enfadaba al ver que
su hija se veía con Oliverio.
Desde aquella vez no volví a insistir, ni hablar nada de ello con sus padres, trataba de encontrar- la lejos de la casa donde vivíamos, generalmente lo hacíamos en el Parque Universitario, frente a los claustros donde ella estudiaba. Un día en que fue a
Mollendo con
unos familiares,
quedamos encontrarnos en ese puerto, y allí recorrimos las
playas jugando
con las
gaviotas y
escribiendo en la arena. Sus ojos en el agua tenían la gracia de dos gotas de rocío. Todas esas vivencias nos
unían, como une el
cauce a
las orillas
del río.
Pero retomemos el día en que mutuamente
decidimos separarnos, que como dije, estábamos en este
mismo cuarto
en que
hoy la
recuerdo.
Pues todo lo vivido se empozaba en esa mañana, y también el futuro como una noche vacía desembocaba en esa mañana. Yo impaciente hablaba de mejores porvenires, cual marinero extraviado que señala el
horizonte animando a sus tripulantes.
¿Y por
qué nos
separábamos? Creo que
cuanto más nos amamos, más nos ofendimos.
Oscar Wilde decía: “Es difícil no ser injusto con lo que se
ama”. “Todos matan lo que aman...”.
Me parece que ya sus pies se habían cansa- do de trajinar por los bosques desconcertantes de mi camino. Esa mañana no vimos la luz del día, hablamos de
las ofensas
recíprocas, y
de nuestros sentimientos que se estaban resquebrajando;
y al final acalladas las palabras, nos vino un ansia mutua
de sellar la partida con el acto inolvidable
que une a los mortales, y nos entregamos detrás del dolor, con la ternura más tierna, con la ternura hecha consuelo, tocando la raíz elemental de la intimidad humana. Sin embargo, aquello sólo fue considerado como una forma de la despedida.
Yo la miraba pensativo y me decía: ¿sentirá algún
día el vacío de mi ausencia? La besé en la frente como
si recién llegara, y cuando salió del recinto,
lo último que sentí fue el inconfundible traqueteo de sus tacos
en las
losetas del patio.
Los primeros días que pasé sin verla me propuse cumplir con diligencia las responsabilidades que el presente me imponía, trataba de orientarme de la mejor manera, cumpliendo con las obligaciones que exigía mi carrera. Seguía recibiendo con emoción las guirnaldas o las espinas que nos brinda la vida. A mi amigo Antenor le decía: "El amor es como una planta que nace donde nadie la siembra, crece en la intemperie, florece lozana y con el tiempo desaparece". Él reafirmaba: "El amor es una idea, o algo así como una enfermedad que se cura y a la postre nada queda, Oliverio, culminamos
los estudios
y nos
vamos a
otros sitios en busca de nuevos
horizontes".
Habían rodado sobre el mundo, noches sin una flor ni una sonrisa, días contados al centímetro, sendas nostálgicas para mis pasos errabundos, sendas interminables que trocaban en el pestañear de madrugadas humedecidas. Y en ese ir y venir de los días, nos encontramos nuevamente, y esta vez, ¿nos
hacíamos los pecadores arrepentidos?
Ninguno hizo por despedirse, los dos retornábamos de desvelos fatigados; eran nuevamente sus manos llenando el vacío de mis manos, eran mis pies
fugaces retornando
al jardín
de su
encanto; era yo acercándome
a ella como una ola
indecisa, como un pez moribundo, sudando en la cuesta
árida de sus renuncias; por momentos se nos daba amarrar nuestros besos a porvenires in-
ciertos, sin embargo yo me sentía impasible como
cuando no se quiere perder la ternura que aún reverdece en la mujer amada. Traté de persuadirla
diciéndole cosas que pudieran animarla, a lo que ella
respondió con una voz furtiva:
―Si
ya no
somos nada.
Y nos
despedimos, algo
así como
si entre
nosotros hubiera un río subterráneo
que nos unía
secretamente; esto
ocurrió un
día viernes,
y al
amanecer el sábado, me levanté temprano para ir al Comedor Universitario, fui solo y desconcertado, pero no tan abrumado como en el retorno,
cuando sentí el alborozo tibio de la mañana, más que tibio frívolo, tan tibio y tan frívolo como las brechas
grisáceas del final de un día. Me decía,
hoy es como ayer, efectivamente, tenía el mismo
tono triste que a veces recuerdo cuando escucho un
canto testigo de ese dolor,
tenía la melancolía que una vez me ahogaba en la fiesta de la Virgen de Cuaylani,
cuando a la hora de
la procesión
los músicos de Somoa hacían vibrar sus clarines en el tímpano de los cerros, de las aguas y los vientos, y yo en ese transe, me alejé de la muchedumbre
para mejor
recordarla, sólo
acompañado de un can señero, quien con sus orejas atentas y su
expresión amical, me contagiaba
su segura emoción
de vida.
Y desde
ese momento
en que
regresé del
Comedor Universitario, las cosas
iban a
cambiar,
pues se me ocurrió la idea de irme con ella a un lugar lejano, donde nadie pueda hallarnos;
esa idea me acompañó secretamente durante la noche. Hacía conjeturas
relacionadas con una fuga, decía: cómo en mi tierra, cuando los padres se oponen a la relación amorosa de dos jóvenes, un día el
pueblo amanece con una pareja menos, Dios sabe hacia
dónde partirían, y pasado un tiempo regresaban casados. Cavilaba en el lugar adonde iríamos
y en
lo que
se tenía
que llevar.
Inclusive llegué
al extremo
de hacer
afilar una daga, para amenazarla, o tal vez desgraciarme, si en caso se negase a partir conmigo. Al pensar
en ello
evocaba esa canción que dice:
“Te puse puñal al
pecho, patito, vámonos conmigo...”
Y llegamos al día de la partida, era viernes y ella estaba en clases, a las nueve de la mañana fui a buscarla, atisbé su aula y percibí su cabellera entre sus compañeras. Terminando la clase fuimos al Parque
Universitario, allí le
dije que
había decidido marcharme
de Arequipa, y le pedí que por última vez me acompañe a pasar el día, ante esta determinación comenzó a preocuparse,
parecía difusa, se callaba a intervalos
y después de hacerme algunas interrogantes, aceptó mi propuesta.
Volvimos a la
casa de
la calle Arica,
y al
entrar a la habitación
mostró una honda tristeza,
actitud que me dio
más ánimo
para creer
que mis
planes saldrían como viento en popa. Arreglaba mi ropa en una pequeña maleta, buscaba algunos libros y hacía tocar unos discos, la miraba a hurtadillas
mientras ella turbada me preguntaba.
―¿Y hacia
dónde te
vas a
ir?
―Me voy a la ciudad de Tacna, allí termi-
naré los
estudios y
a la
vez voy
a trabajar
―y como hablando
conmigo mismo,
continué―. A propósito, ¿qué número de asiento me ha tocado?
―Abrí
considerablemente el bolsillo
de mi
camisa para ver mi pasaje y no confundirme
con el suyo, y se lo mostré con el fin de confirmarle la
decisión que había tomado.
De una u otra forma estuvimos juntos hasta las tres de la tarde, hora en que llegaron mis amigos, Antenor y Nieves, con quienes había concertado para
que también
sean protagonistas
en la
estratagema de la despedida.
Ella como de costumbre los saludó atenta; luego del cuarto de al lado
vino
Alberto Revilla, y al entrar
preguntó:
―¿A qué
hora partes?
―¡A
las cuatro!
―le contesté,
como diciéndole que se ponga más mosca. Miró el reloj y salió apurado anticipando―. Estamos sobre la hora,
voy a
traer un
coche.
Cuando Alberto regresó, cada cual cogió lo que debía llevar al taxi, inclusive Amalia portaba dos frazadas.
―Suban todos, tienen que acompañarme a la empresa ―les dije. Hasta ese momento aún no sospechaba que sería constreñida a viajar conmigo, trataba de consolarme―.
Oliverio, procuras venir rápido, no te olvides de escribirme, yo también
iré a
verte, me vas a dar
tu dirección.
―Volveré lo más pronto, aunque sea por un día
―le contesté.
Cuando arribamos a la empresa “Te juré y volví”, ya el ómnibus estaba por partir.
Hice colocar la maleta en la bodega, me despedí de Antenor
y me
interné en el bus.
Amalia subió a alcanzarme la polaca y las frazadas, y
según ella,
a despedirse,
pero antes
que llegue a los asientos que había separado,
el ómnibus comenzó a avanzar,
y ante esto, apresurada puso las frazadas en el asiento y besándome
dijo:
―Ya se va
el carro.
―Sí, amor mío, y nos vamos en él, mira éste es tu pasaje ―y mirando a mis amigos le dije:―
Despídete de ellos.
Ella un tanto inerme los vio sonriente moviendo la
mano en
señal de
adiós.
Y cuando estuvimos
en marcha
le hablé:
―Amalia, he decidido vivir a tu lado toda la vida, y te protegeré hasta la muerte, todo va a salir
bien...
Tenía las mejillas sonrosadas y sus ojos diáfanos expresaban alegría; decía
dulcemente:
―No es posible, cómo puede ser esto, debiste habérmelo dicho antes, hubiese traído mis papeles, mi
ropa. ¿Tú
me quieres,
Oliverio?
―Todo está arreglado, tus papeles, tu ropa y las
cosas que
necesites nos van a enviar.
―¿Dónde
iremos, siempre a Tacna?
―¡Sí! Y si es posible hacia el fin del mundo, donde
podamos ser felices.
Jamás imaginé que estaría tan decidida a ir conmigo, y
nos sentimos
bien pensando
en los
días venideros, viajando por el horizonte sin rumbo del ensueño. El viaje de Arequipa a Moquegua sólo dura cuatro horas. Llegamos a las siete de la noche y nos dirigimos por la avenida Balta a la casa de Isabel. Ella nos recibió entusiasmada
junto a Oscar, su esposo, eran mis viejos amigos
con quienes había cultivado una franca amistad. Isabel tomó nuestra maleta y nos hizo pasar a una
habitación.
―Pasen,
Oliverio, aquí van a descansar.
Era una
pieza con
dos camas
y un
espejo muy
amplio donde después nos miramos la facha que
llevábamos.
Amalia me
habló:
―Parece
que tus
amigos son
muy buenos
―se recostó en una cama y mirando al techo prosiguió―. Y pensar
que he
vuelto a
esta ciudad
que conocí hace tiempo de paso a Arica, pero no conozco el
centro, la
plaza ―hizo
una pausa
y cambió de idea―. ¿Y qué estarán haciendo mis padres en Arequipa? Seguro mi madre estará confundida al ver que no he llegado hasta estas horas, no sé
qué harán.
Yo agregué:
―Tal vez crean que nos hemos escapado, o que yo he cometido algo fatal contigo y me he
fugado.
Al advertir
que estábamos
libres y
solos, olvidamos de pensar
en lo
que podría
pasar en
Arequipa, y nos abandonamos
en la comunión espiritual de la dulzura más íntima, entregándonos
con todo el amor que había
en nuestro
ser.
Fue la
primera noche que pasamos juntos. A la mañana siguiente, nos despertamos temprano,
ella amaneció feliz, tenía el semblante límpido y la mirada
radiante con
toda la
gracia del
cielo, teníamos el anhelo de salir a contemplar el nuevo día que afuera nos esperaba como un cálido
jazmín. Antes nos
invitaron a
desayunar,
era la primera vez que estaba con mi compañera al lado de mis amigos. Y era tan hermoso ir con ella por esas calles angostas donde yo había trajinado en mis
tiempos de colegial.
Salimos también a recorrer lugares del valle, y lo que más le impresionó fueron las vaguadas de sauces, el enjambre de los viñedos preñados de racimos, los altos pacayes haciendo sombra a las casas del camino, y ver a niños alegres escalando sus ramas para inaugurar la fiesta en el tupido follaje.
Al segundo día hicimos un paseo por el río que bajaba bordeando la ciudad, es un río crista- lino que sólo en tiempo de aguas es turbio y caudaloso, allí en su recorrido se bañan mozuelos en pozas cercadas con piedras. Y cuando nosotros estuvimos frente a una de sus fuentes, la veía preocupada como una gata asustada que la quieren echar al agua, pues no sabía nadar y el pozo que elegimos tenía cierta profundidad, de alguna forma la animé a zambullirse enseñándole a flotar, y al fin se sumergió en las ninfas, entre dulces son- risas y finos gritos, gozosa de alegría, mientras las burbujas del agua se perdían en los remansos de la franja cristalina en medio de la floresta.
Esa tarde fue como un milagro de felicidad, retornamos por la esmeralda de la ribera, y a la hora del crepúsculo estuvimos de regreso a la casa donde nos alojamos.
Mi intención era casarme con ella en mi tierra, pero antes de ir allí escribí a mi padre pidiéndole dinero
para ir
en excursión
a la
ciudad de
Santiago, cosa que fue mentira y que pasado un tiempo desmentí tal patraña. Llegó sin demora el pedido y al amanecer de un día sábado, partimos a la
ciudad de Tacna.
Al partir
enviamos una
carta a
mi amigo
Nieves, recordándole
que envíe los papeles y la ropa de Amalia, ahí le indicamos la dirección de Oscar.
En el viaje, todo marchaba bien, excepto la preocupación de que podían hacerla quedar en los controles
por falta de documentos personales.
Pero por suerte, a ella y otro señor no les pidieron identificarse, nuestro susto pasó cuando reanudamos
la marcha.
Entre los pasajeros había un mutismo, y yo tenía mayor
razón de
ir callado,
puesto que
en mi cerebro había un torbellino
de ideas, miraba
las pampas
húmedas y
terrosas del
contorno, y
pensaba en lo que estaría ocurriendo
en Arequipa, seguro sus padres estarían haciendo caer el cielo
sobre la
tierra, y
a la
vez, por delante
tenía la
ilusión de vivir juntos en otras latitudes. Al entrar a Tacna, los mismos arbolitos delgados y no muy altos, lucían descoloridos
frente a las plomizas veredas, y bajo el cielo nublado el aire tibio
mostraba la
vida sencilla
y lozana,
trayéndome añoranzas de quimeras pasadas.
En
Arequipa, los padres de Amalia,
desde la noche que
no
llegó
a
su
casa,
estuvieron
en
un
sobresalto, preguntaron a sus otros hijos que estudiaban secundaria; al siguiente día dieron parte a
la policía, indagaron
en la universidad sobre el domicilio y la procedencia de Oliverio, principal-
mente Francisco, recorría
de sitio en sitio preguntando a sus compañeros de estudio, era tan difícil dar con su habitación, porque los estudiantes
que vienen de provincias viven en conventillos donde hay tanta gente que casi nadie los conoce, y al no encontrar la pista, retornaba a su hogar
con la cólera y el odio del toro que en el ruedo le han dado la estocada en su propio orgullo.
Otra
vez salió con su esposa, y por las indicaciones que dieron los que lo conocían, fueron hacia la dirección próxima
a su residencia. Fran-
cisco repetía: "¿Dónde vivirá este granuja? ¡Quizá hasta la ha exterminado a mi hija!", y como preguntaban casi a todos
los que encontraban, alcanzaron a un paisano del desaparecido, éste los
llevó precisamente al cuarto donde
vivía, dicho sea de paso, a donde se había mudado
de la calle Santa Catalina,
la puerta estaba con candado, y
los vecinos les comunicaron que sólo ahora lo
veían a Nieves, también estudiante
universitario. En ese instante
fueron a la PIP , y con un efectivo
regresaron por la noche, el policía interrogó severamente al estudiante, quien amedrentado por el investigador habló que realmente
Oliverio se había ido con su hija, además entre los papeles
de su mesa encontraron la carta con la dirección del raptor.
Francisco se despidió
del
policía,
y
voló
a
comprar el pasaje para ir a recuperar a su hija y si es posible eliminar
al rufián, no encontró
pasaje porque era muy tarde, sólo le vendieron
para el siguiente día, desesperado y nervioso fue a buscar
a un amigo ex guardia para comprarle un revólver, y sin avisar a nadie, lo guardó en el bolsillo de su
saco.
Esa
noche casi no durmió con la ira que le alborotaba el pecho. Al otro día muy temprano, al despedirse de su esposa le dijo:
"¡Ojalá que no lo encuentre a ese granuja!", y continuó pensando,
“porque le voy a destapar
los sesos; ahora ya
sé por qué este hijo de puta se ha cambiado de casa”.
En Tacna llegamos a la casa de Carlos, mi recordado primo a quien volví a ver de muchos años, él
ese día
llegó de Toquepala, y pasamos
contentos junto a su esposa y sus hijos; pero por la tarde me llegó un telegrama de Óscar diciéndome
que a las 6 pm le hablara por teléfono, y cuando
lo llamé,
me dijo:
“El padre
de Amalia ha venido y de inmediato ha tomado un carro a Tacna, en este momento estará llegando a la casa de
Carlos”.
Tomé un auto y retorné rogando que aún no haya llegado para fugarnos a otro sitio. Tenía la idea de ir a La Convención y Lares, donde una vez
prometí a
los pobladores
volver a
trabajar con ellos; pero
al voltear
una esquina
reconocí a
Amalia que bajaba con su padre por la avenida
Alfonso Ugarte, fui a abordarlos,
y sobrecogido le hablé al
caballero:
―Perdóneme, don Francisco, tomé esta de- cisión porque
no había
otra forma
de continuar
con Amalia, y yo quiero casarme con ella, lo que he hecho es
incorrecto, pero
lo encuentro
justo porque
ustedes siempre se opusieron a que yo vea a
su hija.
Me miró como si tuviera sangre y fuego en los ojos, y tomándome
del cuello de la camisa,
me zarandeó casi gritando.
|

―¡Qué te has creído, so pedazo de advenedizo, que tú te vas a burlar de mi hija, de dónde
diablos serás,
ni a
tus padres
conozco, búscate
una de
tus iguales
para que
te cases,
a ti
no te
escucho nada y ahora mismo te la vas a arreglar conmigo!
Me descargó un puñetazo en el pómulo, quiso repetir otro, pero ahí se interpuso Amalia, suplicándole que se calme, y que al fin ella había decidido regresar a la casa con él; y yo como no debía responder a su agresión, tomé la distancia del caso,
y él,
ante la
frustración de
no seguir
golpeándome, con una mano hizo retroceder
a su hija y con la otra sacó un revólver para disparar- me, pero frente al murmullo de la gente que nos había rodeado y por la súbita intervención de un
policía, no pudo perpetrar
su dolosa
intención.
En ese
instante, padre
e hija
tomaron un
vehículo y siguieron por la misma avenida, perdiéndose a mi vista. Yo agobiado, desilusionado
y triste, volví a la casa de Carlos, le comenté lo ocurrido,
me hizo algunas reflexiones, y al otro
día tomé
rumbo de
nuevo a
Arequipa, pues
al hombre que siempre le gusta partir,
lo que más le
incomoda es retornar por el mismo camino, y esa era mi
más grande
derrota. En Arequipa la busqué,
y volví a convencerla para continuar a ocultas, y después de todo, en una ocasión, refiriéndose a aquel viaje, me dijo
casi al oído.
―Cinco días hemos pasado una luna de miel de
una vida
que ya
no podremos
vivir .
Esta frase me dio la idea del título de este Diario, porque al decirme aquello tenía razón, ya que desde aquella vez jamás volvimos a vivir así; desde entonces las cosas cambiaron, parece que su madre sabía que nos veíamos, y optó por no dejarla salir, para
ella yo
era el
mismo diablo.
Sin embargo, nos seguíamos viendo a espaldas de la luz. Al poco tiempo viajé a mi tierra, a donde en un sueño, colmados de felicidad, viajamos a
caballo por
hermosos senderos
rodeados de
árboles y matizadas praderas. Luego cuando
retorné de mi recordado lugar, me di con la sorpresa que ella no estaba en Arequipa, pregunté a mis amigos, sus compañeros de aula, sus vecinos,
pero todo fue en vano, al fin me convencí que ya no estaba.
Ahora sin ella me he detenido como un árbol que palidece solitario en los polvorientos caminos, y que en sus tallos sólo cuelgan los vestigios de un nido
y el
recuerdo vivo
de aquellos
días muertos; ahora que sólo me rodea la soledad y el desencanto, aún siento el aliento de ver extendido el amplio
horizonte lejano y desconocido.
Oliverio terminó de leer el Diario, y la estatua del pasado despertó
en su memoria y comenzó a
recorrer esos días inolvidables. Habiendo
transcurrido ocho años de su idilio con Amalia, y como
el tiempo nada perdona, se enteró que cuando ella se
había desaparecido como si la tierra la hubiera
sepultado, sus padres la habían mandado a la ciudad de Lima, para que allí continúe sus estudios. Sabía que ahora se encontraba en Arequipa, y al rememorar lo vivido, taciturno
abrió las cortinas de la ventana, y con las pupilas humedecidas observó que unos celajes se ahogaban
en
las
olas
turbulentas de un lago.
Después de pensar en ella varios
días, Oliverio tomó el tren de las siete y viajó durante
toda la noche para amanecer en Arequipa. Por la mañana en el hotel donde
se hospedó, se afeitó con pulcritud y se vistió tan elegante
como un artista que va a hacer su debut. Ya sabía dónde trabajaba
Amalia, fue allí con la emoción y recelo del que va a
lanzarse a un estanque sin saber todavía
la temperatura del agua. La hizo llamar con el portero, y al cabo de unos minutos,
se asomó presurosa
sin pensar en lo más remoto que encontraría a Oliverio, sus pupilas temblaron
en sus grandes ojos y su faz seguía siendo bella como la describió en el
Diario. Se puso pálida en el talle de su busto que parecía llamar al abrazo,
pero tomando la serenidad que las mujeres
tienen en esas circunstancias,
se acercó a él con la normalidad del caso, sin expresar
la efusión que latía en su ser.
Oliverio, sonrojado y rebosante de alborozo, la saludó
emocionado,
pero
únicamente
con
un
estrechamiento de manos, y le dijo:
―He venido trayéndote este
relato,
quiero
que tú lo leas.
Ella, henchida de
regocijo,
lo
recibió
y
le
dijo conmovida.
―Muchas gracias, Oliverio, hoy mismo lo leeré.
Dime, y tú, ¿has venido por unos días o te
quedarás aquí?
―No,
yo trabajo en Oruna y sólo he venido
a verte para entregarte estas páginas, y hoy mis- mo me regreso en el último tren.
Él,
que en las cosas del corazón era casi integérrimo, sin más alegorías
se despidió enternecido besándola en la mejilla, sin dejar de expresar
el cariño latente que guardaba
en su interior. Y se
retiró feliz por haberla visto y porque sabía que ella
volvería a recordar
lo que vivieron; y por otro
lado, se retiró triste pensando
en que ya no la volvería a ver, y porque ambos seguirían
viviendo en mundos diferentes.
Pensaba casi hablando: "Una sola
vez
se
vive y una sola vez se muere, y también una sola
vez se pierde el amor".
Y
verdaderamente, Amalia y Oliverio habían perdido el talismán más preciado que es el amor, y ahora iban por rutas diferentes como dos hojas de otoño que acarrea el vendaval.
Ellos
habían
dilapidado el valor sublime de lo que al comienzo nació, dejaron pasar mucha agua turbia
bajo su propio puente,
y las relaciones que se llevan así tienen consecuencias desdichadas.
Amalia salió de su trabajo, guardó el Diario en
su alcoba y después de realizar las atenciones
del hogar, se encerró a leer aquellas páginas que
describían los años más bellos que pasó con Oliverio,
y antes de terminarlo, sus lágrimas moja- ron esas hojas descoloridas por los
años.
Luego buscó un cofre que tenía oculto, y del
tapiz interno de esta reliquia
sacó la fotografía de Oliverio, del joven que una vez quiso con frenesí y que hoy
volvía a buscarla con la misma ternura de ayer, miró su rostro en la foto, cerró los ojos
y pensó en aquel hombre que había vuelto acaso tan
inesperadamente; sin embargo, hubiese
querido preguntarle de su vida, decirle que se quede,
o tal vez volver a empezar.
Eran las ocho y media
de la noche, y llevada por una decisión íntima,
tomó su cartera,
salió de su casa y en un automóvil
se dirigió a la estación para alcanzar a Oliverio.
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En
cambio él, desde
la claraboya de su asiento,
la vio aproximarse, y ante la presencia
de su imagen, se levantó
como
un
resorte,
de
un
salto bajó del vagón, y al juntarse los dos cuerpos, se abrazaron con toda la energía de los seres que
se aman, se miraron un instante y se besaron con
ansiedad como si allí comenzara
y terminara el mundo.
Pero en ese instante, entre los chirridos que producía el ferrocarril, sintieron el grito
de un niño que se acercaba a
los dos:
―¡Mamááá!
Ella, entre exaltada y atónita, pronunció
suave como para que escuche sólo Oliverio:
―Es tu hijo.
Un hombre, desde el portón donde se despiden los viajeros, lo vio todo, con el rostro crispa- do de dolor y amargura,
como si la tierra le faltara
a los pies. Era su esposo.
VISIÓN
Héctor cursaba el primer año de primaria; y una vez en que no llegó temprano a la escuela, su profesor a la hora de salida lo castigó desde las cinco hasta las seis de la tarde. A esa hora, se dirigió al Relámpago, su chacra, a traer sus ovejas; obligación que cumplía cotidianamente. A todo paso abandonó el pueblo y en medio camino lo sorprendió la noche. Aunque él no temía, estaba acostumbrado a las sendas oscuras y silentes, cruzó el mismo barranco donde se suicidó el Cojo Manzano, y esta vez no tenía por qué amilanarse.
Llegó a la meta, fajó el cuerpo de las ovejas con las cadenas que hacían de amarras, y dio inicio al retorno. Ahora regresaba en mejores condiciones, no sólo lo acompañaban su silbo contrito y las aves que aún no dormían, pues la existencia de los ovinos era la cáfila más confidencial. Pero al entrar a la quebrada Encantada, sintió miedo, un miedo natural que los niños experimentan en raras ocasiones, y para mayor desventaja, la quebrada estaba copada de agua, de esa agua turbia que en las noches dondonea golpeando los dedos embrujados de las piedras. Y por esa sima era el camino.
Los mamíferos en tales circunstancias ya no eran arreados por el pequeño; éstos, en un afán instintivo, apuraron el paso y entre los follajes se perdieron a los ojos de Héctor. Él no podía seguirlos, aún era tierno, su cuerpo ampuloso y lo escarpado de la bajada no se lo permitieron. De alguna manera quería hacerse compañía, trataba de cantar o de silbar, pero ni eso podía. Sintió entonces que el agua bramaba más fuerte, y turbado de asombro vio que una nube densa con gran estruendo daba vueltas en remolino, y tomando la forma de una fiera desconocida, frotó los breña- les y se fue estrepitosamente bordeando los abismos.
Ante aquel espectro, inundado de terror, el niño permaneció mudo, asustado como un ratón escondido ante la búsqueda de su cazador; trataba de no dejarse sentir, de pasar inadvertido. Estaba cobijado en los matorrales de la quebrada. Luego ese extraño y lacerante sonido del agua se convirtió en un tropel arrollador de numerosos caballos; y cuando volvió la vista a su retaguardia, se le aparecieron unos potros blancos y misteriosos, como si fueran hechos con bellotas de algodón. Bajaban jalando una carreta con barandillas doradas, y encima, sofrenando las riendas, iba un ser fantasmagórico. Era un hombre de traje diamantino y con espuelas de plata, la mirada le brillaba con gran fluorescencia y la cara aporcelanada parecía una estrella diminuta erosionando. En las manos llevaba un zurriago que hacía números en el aire, y de sus botines se oía el chillido de las espuelas. Los caballos parece que no ponían los cascos en el suelo; sólo los herrajes iban derramando cruces de candela que al caer a los escombros se apagaban. Al fin, pasó esa imagen monstruosa, que al juzgar no se percató de la existencia de Héctor; se alejó arroyo abajo y sólo en esa cuenca quedó un silencio aciago y horripilante.
El pequeño mozuelo se encontraba asido a una rama de arbusto, como si esta fuera una mano amiga, después de aquel momento nefasto; el murmullo del torrente había calmado, y el viento como un potro heroico resoplaba exhalando el húmedo rumor del pasado.
Con los ojos pavorosos el infante inspeccionó diversos flancos, y convencido que ya no estaba esa visión fantasmal, sintiéndose en ese tétrico estado de abandono, ahogado de ansiedad, dio un suspiro que terminó en un grito de trágica agonía, cuyo eco se repetía en las concavidades del acantilado. Siguió gritando con un llanto desconsolado, bajaba cayéndose entre los charcos, procurando arribar al camino, que a unos cien metros cruzaba el riachuelo. Por allí, a esa hora, dos labriegos venían arreando unos jumentos; y al momento que escucharon el gemido, no se imaginaron que un niño aterrado agonizaba en esa montaña. Al comienzo pensaron: “quizá es un alma en pena”; pero rápido comprendieron que era la voz de un chiquillo. Uno de ellos subió a una roca y le llamó conmovido.
―¡Oye, hijito, qué ha pasado! No llores, ven con nosotros. ―Y al reconocerlo dijo:― ¡Es el hijo de don Pedro. ¿De qué lloras, Hectitor?
Él quería explicarles, pero el agitado sollozo no le permitía hablar con claridad.
―Pobre chiquito, ¿cómo lo han mandado a estas horas, y por esos sitios tan pesados! ―musitó el otro.
Antes de arribar al pueblo encontraron a su padre, don Pedro, quien al ver a su hijo con los ojos llorosos y poseídos de pánico, dijo a los labriegos:
―Hace unos momentos, en mi casa, estábamos preocupados al ver que las ovejas llegaron y el chiquitín no venía. Pensamos que se habría quedado a jugar en la calle, pero al no encontrarlo he venido por aquí.
Sus acompañantes le refirieron la forma en que lo hallaron y las escenas horrorosas que dijo haber visto. Al llegar al pueblo, don Pedro se des- pidió de sus amigos y se fue con su hijo por una calle silenciosa que casi nadie transitaba.
Cuando retornaron al hogar, allí nadie había presentido lo ocurrido al pebete, excepto doña Grimaneza, su madre, quien confundida en la puerta de la cocina contemplaba la noche, con el alma enlutada y abatida de presagios. Héctor, sin reparar en nada, fue corriendo a abrazarla, puso su rostro a la altura de su cintura, y trató de protegerse o esconderse en su regazo. Ella con es- fuerzo lo levantó en sus brazos, le besó la frente y se puso afligida, al verle el semblante pálido y su cuerpo desfallecido; lo cubrió con su mantón, y lo arrulló en su pecho, mientras él le contaba:
―Mamita, he visto al condenado en unos
caballos blancos en la quebrada Encantada.
Lo condujeron al dormitorio y, al borde de la cama, sus padres y sus hermanos velaron su mal estado; tenía mucha fiebre y durante la noche deliró en forma intermitente.
Su padre acudió a la posta médica; pero se dio con la sorpresa que allí no había nadie. Y esa noche el niño no tuvo atención médica; solamente doña Grimaneza cogió unas hojas del cedrón que floreaba en el patio, y con otras hierbas que se cree “alivian del susto” le dio en mates, pronunciando oraciones y rogando a Dios por la salud de su hijo.
Al siguiente día, familiares y allegados sabían de la dolencia que sufría Héctor; y la mayo- ría del lugar aconsejaban a sus padres que lo hicieran ver con un curandero, porque habiéndose asustado en ese sitio llamado El Malpaso, allí se le había quedado el ánimo, y era necesario retornarlo a su cuerpo.
Asimismo, personas conocidas como el sanitario Rivas visitó también al pequeño paciente que seguía postrado, con el aspecto cetrino, los párpados tumefactos y toda su contextura desfallecida. La fiebre le había subido y transido de congoja manifestaba lo que había soñado, que se traducía en visiones raras que lo perseguían. El sanitario le dio unas pastillas y un jarabe para re- habilitarlo, y dijo a su padre:
―Esto no es nada, Pedro, apenas es un fuerte resfrío y no tienen por qué preocuparse.
La señora Grimaneza, que acababa de penetrar en la habitación, preguntó:
―Sr. Rivas, ¿qué será lo que tiene mi hijo? Todos me dicen que es “susto”; por eso voy hacerle llamar el ánimo.
A lo que el sanitario contestó, algo sonriente, haciendo notar su diente de oro:
―Esas son supersticiones y creencias de los antiguos. Recurrir a los brujos es ignorancia, hay que creer en la ciencia y sus adelantos.
Un anciano comedido llamado Víctor Lo- cumberry, quien desde su asiento lo había escuchado, levantó su borsalino más arriba de la frente y botando al hombro una punta de su poncho miró al sanitario y le dijo:
―Oye, Rivas, tú dices que este niño ha visto alucinaciones. Esos fantasmas existen, sólo que unos no podemos verlos. Los arrieros en sus viajes han constatado que las mulas, antes que se acerque algo sobrenatural, olfatean, orejean y se empacan. Cuando esto se presenta en mala hora, uno se queda sin ánimo y hasta se muere. Aquí a muchos han curado los adivinos, lo que no han podido hacer los médicos ―y terminó interrogando― ¿O usted qué dice, profesor Bonaherges?
El profesor aludido sacó un cigarro del bolsillo y después de prenderlo y dar la primera fumada, con perfil augusto, dijo:
―La ciencia en parte se ha olvidado del hombre, es el propio hombre que guiado por sus presagios y la experiencia ha ido descubriendo su mundo interior. Entonces no podemos negar las creencias y ritos que desde antes se practican.
Todos los presentes demostraron asentimiento a su comentario.
La señora Grimaneza, que desde la noche anterior tenía la idea de hacer tratar a su hijo con un curandero, se sintió más animada en tal propósito, y poniendo varias tazas alrededor de la mesa, invitó a sus visitantes:
―Pasen a servirse una tacita de té.
Eran las cuatro de la tarde. El sol descendía como el ojo lloroso de un viejo pensativo, doraba los pajonales y blanqueaba los caminos, gateando en los cerros y chacaríos de la campiña.
Acabándose el día, las sombras del crepúsculo comenzaron a cubrir las hondonadas del cerro Yalamonte, donde se divisaba una casita rodeada de eucaliptos. Allí vivía el curandero Pilco, un viejo de rostro sombrío e indumentaria sencilla. Por la mañana, el hermano mayor de Héctor había ido a esa choza para solicitarle sus ser- vicios. Al inicio el viejo se puso reticente, pero después de muchos ruegos y propuestas, hicieron el trato.
En la casa de la señora Grimaneza, la vecindad se había reunido. Todos estaban abrigados por el frío de la noche, unos en el dormitorio don- de yacía el paciente; otros en la sala de visitas y algunas mujeres en la calinosa cocina.
Cuando llegó Pilco, entró serio mirando in- distintamente, y apenas dijo a la concurrencia:
―Buenas noches.
Y, sin detenerse, prosiguió hacia el patio preguntando por la dueña de casa. Una mozuela en la alcoba de Héctor habló en voz baja.
―Doña Grimaneza, ha llegado el brujo.
Ésta de inmediato salió a recibirlo y lo hizo pasar a un cuarto donde debía levantar “la mesa” para el pago a la tierra. El viejo se descargó el atado y cuidadosamente lo puso en el piso, cerca de dos velas que iluminaban el recinto, donde debía hacer los ritos, la reverencia a los iconos y demás alegorías.
Pidió a su acompañante que le trajera coca,
vino, incienso, flores, entre otras cosas, que en la habitación tenía previstas. Desató su poncho donde traía collares, choritos, perlas y un muñequito de madera que él lo tomaba con mucha devoción. Encargó que no hicieran bulla, que se retiraran los asistentes y los dejaran solos a él y a los padres del niño. Él mismo cerró la puerta.
Afuera, en el patio, atentos escuchaban la voz de Pilco, que hablaba vozarrón como si tuviera asma. Habiendo transcurrido unas horas, los vecinos se sentían adormitados, unos sentados sobre bancas y otros recostados sobre cueros de oveja. Cerca de medianoche la señora Grimaneza salió del aposento con una chuhua6 de brasas mezcladas con incienso, y musitando oraciones fue al lecho de Héctor, lo sahumó religiosamente pasando el sahumerio por sobre su cuerpo y regresó taciturna iluminada por las brasas.
Don Pedro dijo a sus acompañantes:
―Desde este momento, nadie debe irse, cieren la puerta de calle.
6 Chuhua: plato de arcilla.
La noche era oscura como la placa de una
radiografía.
De pronto a lo lejos se escuchó un rumor desconocido que se acercaba como una legión antigua de numerosos trinitarios. Y desde la morada misteriosa donde se encontraba Pilco, salió una voz grave y melancólica que decía:
―¡Padre mío! Venid a ver a tus hijos, te ofrecemos este sacrificio para que tengas piedad de nosotros. Bajad a la humedad de la tierra para que tu bendición nos libre de Satanás y ascendamos a tu Reino en la hora final.
Por un orificio de plomizos nubarrones se desplegó un rayo de luna y unas gotas de lluvia se descolgaron del cielo. Ante el asombro y la expectativa de los concurrentes, se oyeron unos pasos finos y lentos en el techo del cuarto donde estaba el hechicero, y desde los aires nebulosos y transparentes, irrumpió una voz:
―Aquí estoy, hijos míos, agradezco vuestro sacrificio, sólo ha sido una prueba, desde hoy seréis protegidos.
Pilco contestó:
―¡Gracias Padre mío!
El adivino levantó “la mesa”, hizo un envoltorio, y salió al patio cansado como si hubiese laborado durante todo un día, y agitando el brazo dijo.
―¡Ya, vamos!
Los varones designados para traer el ánimo
alisaron los zurriagos, y salieron rápidamente siguiendo al fetichista. Éste caminaba rápido y decidido, cual soldado que va a cumplir una misión heroica. Realmente se había concentrado en arrancar el ánimo, ya sea de la tierra o del misterio, y devolverlo al cuerpo de Héctor. Al pensar en esto, sudaba, andaba agachado, hermético y apurado.
Cuando la comitiva se topaba con alguien en el camino, uno de los integrantes le revelaba confidencialmente de lo que se trataba y lo sumaba a la fila. Pero en el trayecto les sucedió un percan- ce. Antes de arribar a la quebrada Encantada, en el silencio de la noche, se asomó un jinete cabalgando en un potranco que marcaba el paso con galano donaire. El donoso caballero había sido Salvador, el domador de bridones.
―Buenas noches, caballeros.
Todos le contestaron. Solamente Pilco, sin perder el paso, contestó entre dientes, y siguió de largo. El hidalgo intuía la finalidad de esta caravana, pero aun así, preguntó enérgico:
―¿Qué ha pasado?
Agapito, agarrando suavemente la rienda del freno, le explicó el caso sin mayores detalles y acabó diciéndole.
―Si usted no va con nosotros, contra nada
hacemos todo esto.
Pero el amansador dio un palmetazo en el
anca del brioso que había retrocedido tres pasos,
y desbaratando lo dicho, contestó con aplomo:
―Yo no creo en esas tonterías, así que me
disculpan.
Y continuó su rumbo. Pero don Pedro, que iba entre los últimos, le habló con más credibilidad.
―¿Cómo te va, Salvador? Fíjate, hermano, le ha ocurrido este mal a mi hijito, y estoy acudiendo a todos los medios para que se alivie, sólo te demoraremos unos minutos.
―Bueno, tratándose de ti, vamos. Además te diré que yo cualquier cosa puedo hacer por un angelito.
Cuando llegaron a la quebrada Encantada, reinaba una apariencia de tranquilidad y sosiego, apenas bajaba un hilo de agua, produciendo un sonido casi imperceptible; más arriba en el lugar de lo acontecido, El Malpaso, se abría un boquete de donde emergía una vertiente y en la misma penumbra un sapo croaba enigmáticamente.
El brujo, al escucharlo, dijo:
―¡Ahí está, ése es...!
Los demás con atención oían su rítmica melodía, hasta se embelesaban; aunque uno de ellos, al parecer el más joven, interrogó.
―¿Lo matamos?
―¡No! ―contestó el viejo―. Va a morir,
pero en su hora.
Por un instante el sapo se calló, pero sólo
hizo un intervalo y continuó su pieza nocturna, siempre haciendo pausas, como para advertir lo que pasaba a su alrededor.
A un lado, cerca del manantial, en un sitio aparente, hicieron una fogata de carbón, y como no hacía viento, atizaban la pira con las puntas de los ponchos. Una vez que las brasas estuvieron al rojo vivo, el viejo sacó de su fardo el contenido de “la mesa”, y orando arrodillado, lo dispersó en el fuego, y el humo aromado ascendió al cielo.
El pequeño músico seguía cantando más fuerte y más rápido, como si estuviera en el estribillo de una canción; salió enfurecido hasta la entrada de su pretérita fuente; pero conforme los compuestos del bermejo holocausto se iban di- luyendo, la melodía del escuerzo se tornaba más lenta y más doliente cual una endecha, estaba desconcertado y husmeaba desde el umbral de su funesta guarida.
Se acercaron a mirarlo y observaron que sus ojos reflejaban como el filo de una navaja, su cara ardía en llamas y tomaba la forma de una máscara diminuta de diablada. Pilco, un tanto molesto, exhortó a los curiosos:
―¡No se acerquen! ¡No lo miren, retírense!
Y continuó rezando frente a la hoguera.
El batracio temblaba y sentía que su cuerpo se desvanecía, entonces volvió a enclaustrarse en el fondo de su agujero.
A medida que se consumían las brasas de
la tea, se ponían más rojas y más redondas que parecían los pétalos de un geranio. El brujo, al contemplarlas, decía:
―¡Está bien! ¡Ahora se va con nosotros el angelito!
Pero en el hueco del calamita algo había ocurrido; la música vespertina del inefable monstruo ya no era la misma. Pues desde el interior del lúgubre boquete se oía el quejido calmado y adolorido de un ser humano, que gritaba agónica y desesperadamente como si le quemaran las entrañas con un mortífero puñal, y acabó con un lamento.
―¡Aaaaaaaayyyyyyyy!
El viejo levantó la voz y dijo:
―¡Vamos, Héctor, vamos!
Y al instante hizo sonar una campanilla que en la espesura de la noche su tilín tilín se esparció nítidamente despertando los espíritus y atrayéndolos con su melodía.
Pilco repetía:
―¡Vamos niñito, vamos a la casa!
Todos al unísono le seguían, y al mismo tiempo agitaban los látigos lanzando azotazos sobre las piedras y follajes, como si llevaran a un ser invisible. Doña Grimaneza procedía de igual forma, pero con una camisa de su hijo, que flameaba en los limbos.
Cuando retornaron al pueblo, las calles esta-
ban vacías, los gallos aperturaban su canto, y la Cruz del Sur se ocultaba en la penumbra. Solamente, antes de arribar a la casa, vieron que unos bohemios se perdían en las sombras con el dondoneo de una guitarra.
Héctor se había despertado y desde su habitación escuchó la voz de la campanilla, el estruendo de los latigazos y todo el murmullo de la comitiva.
Cuando estuvieron frente a él, vieron que en sus pupilas renacía la vida. Los reconoció a todos, y sin decirles palabra, les expresó todo con una dulce y cálida sonrisa.
El niño estaba sano.
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